24 mar 2018

Análisis de un 'eslogan'.

El lenguaje empresarial es un lenguaje por definición puramente comunicativo: los “lugares” donde se produce son los lugares en donde se “aplica” la ciencia; es decir, son los lugares del pragmatismo puro. Los técnicos hablan entre sí con una jerga especializada, aunque estricta y rígidamente comunicativa. El canon lingüístico vigente dentro de la fábrica tiende a expandirse posteriormente también fuera: está claro que los que producen quieren tener con los que consumen una relación comercial absolutamente clara. 

Hay un solo caso de expresividad –pero de expresividad aberrante– en el lenguaje puramente comunicativo de la industria: es el caso del eslogan. El eslogan tiene que ser expresivo para impresionar y convencer, aunque su expresividad es monstruosa porque inmediatamente se vuelve estereotipada, y se fija con una rigidez que es precisamente lo contrario de la expresividad, que cambia constantemente y que ofrece una interpretación infinita.
La falsa expresividad del eslogan es el vértice máximo del nuevo lenguaje técnico que sustituye al humanístico. Viene a ser el símbolo de la vida lingüística del futuro, es decir, de un mundo inexpresivo, sin particularismos ni diversidad de culturas, perfectamente homologado y aculturado. De un mundo que a nosotros, como últimos depositarios de una visión múltiple, magmática, religiosa y racional de la vida, nos parece como un mundo de muerte.
Pero ¿es posible prever un mundo tan negativo? ¿Es posible prever un futuro como “final de todo”? Algunos –como yo– tienden a hacerlo, por desesperación: el amor hacia el mundo que se ha vivido y experimentado impide poder pensar en otro que sea igual de real; que se puedan crear otros valores análogos a los que han hecho preciosa una existencia. Esta visión apocalíptica del futuro es justificable, aunque probablemente injusta.
Parece una locura, pero un reciente eslogan, que se ha vuelto fulminantemente célebre, el de los “Vaqueros Jesus”: “No tendrás vaqueros ajenos a mí”, se plantea como un hecho nuevo, una excepción en el canon fijo del eslogan, revelando una posibilidad expresiva imprevista, e indicando una evolución distinta de la que los convencionalismos –que inmediatamente aceptan los desesperados que quieren sentir el futuro como muerte– hacían demasiado razonablemente prever.
Véase la reacción del Osservatore romano a este eslogan: con su italianucho anticuado, espiritualista y un poco fatuo, el articulista del Osservatore entona un escuálido lamento, no precisamente bíblico, de víctima indefensa e inocente. En el mismo tono con que se han redactado, por ejemplo, las lamentaciones contra la avasalladora inmoralidad de la literatura o del cine. Pero, en todo caso, ese tono lacrimoso de persona bien, encubre la amenazadora voluntad del poder: mientras el articulista, haciéndose el cordero, se queja en su bien deletreado italiano, detrás suyo, el poder trabaja para suprimir, borrar, aplastar a los réprobos que causan tal sufrimiento. Los magistrados y los policías están alerta; el aparato estatal enseguida se pone diligentemente al servicio del alma. A las jeremiadas del Osservatore les siguen los procedimientos legales del poder: al literato o al cineasta blasfemo rápidamente se le hace callar.
En los casos de revueltas de tipo humanista –posibles en el ámbito del viejo capitalismo y de la primera revolución industrial– la Iglesia tenía la posibilidad de intervenir y reprimir, contradiciendo brutalmente una cierta voluntad formalmente democrática y liberal del poder estatal. El mecanismo era sencillo: una parte de ese poder –por ejemplo, la magistratura y la policía– adoptaba una función conservadora y reaccionaria y así ponía automáticámente sus instrumentos al servicio de la Iglesia. Hay, pues, un doble nexo de mala fe en esta relación entre Iglesia y Estado: por su lado la Iglesia acepta al Estado burgués –en lugar del monárquico o feudal– concediéndole su consenso y su apoyo, sin los que, hasta hoy, el poder estatal no habría podido subsistir: aunque para esto la Iglesia tenía que admitir y aprobar la exigencia liberal y la formalidad democrática: cosas que admitía y aprobaba sólo a condición de obtener del poder la tácita autorización para limitarlas y suprimirlas. Y se trataba de autorizaciones que, por otra parte, el poder burgués concedía de buen grado. Su pacto con la Iglesia, en cuanto instrumentum regni, en realidad no consistía más que en esto: ocultar su propio y sustancial antiliberalismo y su propia y sustancial antidemocracia confiando la función antiliberal y antidemocrática a la Iglesia, aceptada con mala fe como institución religiosa superior. La Iglesia ha hecho, pues, un pacto con el diablo, es decir, con el Estado burgués. No hay contradicción más escandalosa que la existente entre religión y burguesía, por ser esta última lo contrario a la religión. El poder monárquico o feudal en el fondo lo era menos. El fascismo, como momento regresivo del capitalismo, era menos diabólico, objetivamente, desde el punto de vista de la Iglesia, que el régimen democrático: el fascismo era una blasfemia, pero no minaba el seno de la Iglesia porque era una falsa nueva ideología. En los años treinta, el Concordato no fue un sacrilegio, pero hoy sí que lo es; así como el fascismo ni llegó a producir rasguños a la Iglesia, hoy el neocapitalismo la destruye. La aceptación del fascismo es un atroz episodio, pero la aceptación de la civilización burguesa capitalista es un hecho definitivo, cuyo cinismo no sólo es una mancha, la enésima de la historia de la Iglesia, sino un error histórico que probablemente la Iglesia pagará con su ocaso. Porque no ha intuido –en su ciega ansia de estabilización y de fijación eterna de su propia función institucional– que la burguesía representaba un nuevo espíritu que no es precisamente el fascista: un nuevo espíritu que empezaría primero por mostrarse competitivo con el religioso (salvando sólo al clericalismo), y luego acabaría por tomar su lugar al ofrecer a los hombres una visión total y única de la vida (y dejando de necesitar al clericalismo como instrumento de poder).
Es verdad, como decía, que las lamentaciones patéticas del articulista del Osservatore aún son atendidas inmediatamente –en los casos de oposición “clásica”– por la acción de la magistratura y de la policía. Pero se trata de supervivencias. El Vaticano aún encuentra hombres viejos fieles en el aparato del poder estatal, pero son eso, viejos. El futuro no pertenece ni a los viejos cardenales, ni a los viejos políticos, ni a los viejos magistrados, ni a los viejos policías. El futuro pertenece a la joven burguesía que ya no necesita detentar el poder con los instrumentos clásicos; que ya no sabe qué hacer de la Iglesia, la cual ha acabado perteneciendo al mundo humanístico del pasado, que constituye un impedimento a la nueva revolución industrial; el nuevo poder precisa que los consumidores tengan un espíritu totalmente pragmático y hedonista: un universo tecnológico y puramente terrenal es aquel donde puede desarrollarse según su propia naturaleza el ciclo de la producción y del consumo. Para la religión, y sobre todo para la Iglesia, ya no queda sitio. La lucha represiva que el nuevo capitalismo sostiene todavía por medio de la Iglesia es una lucha atrasada, destinada, en la lógica burguesa, a ser pronto vencida, con la consiguiente disolución “natural” de la Iglesia.
Parece una locura, repito, pero el caso de los vaqueros “Jesus” sirve de confirmación a todo esto. Los que han producido esos vaqueros y los han lanzado al mercado, utilizando para el consabido eslogan uno de los diez mandamientos, demuestran –probablemente con una cierta falta de sentido de culpabilidad, es decir, con la inconsciencia de quienes no se plantean ya ciertos problemas– estar ya más allá del umbral dentro del que se mueve nuestra forma de vida y nuestro horizonte mental.
En el cinismo de este eslogan hay una intensidad y una inocencia de un tipo absolutamente nuevo, aunque probablemente madurado a lo largo de estas últimas décadas (y durante un período más corto en Italia). Y nos dice –precisamente en su laconismo de fenómeno presentado de repente a nuestra conciencia, pero ya tan completo y definitivo– que los nuevos industriales y los nuevos técnicos son completamente laicos, pero de un laicismo que ya no se mide con la religión. Dicho laicismo es un “nuevo valor” nacido en la entropía burguesa, en la que la religión está pereciendo como autoridad y forma de poder, sobreviviendo aún como producto natural de enorme consumo y forma folclórica aún aprovechable.
Pero el interés de este eslogan no es sólo negativo, no representa tan sólo el nuevo modo en que la Iglesia queda brutalmente reducida a lo que realmente ya representa, tiene también un interés positivo, o sea la posibilidad imprevista de establecer ideología, y por tanto de hacer que el lenguaje del eslogan sea expresivo y de esta forma, presumiblemente, el de todo el mundo tecnológico. El espíritu blasfemo de este eslogan no es sólo apodíctico, no se limita a una pura observación que fija la expresividad en pura comunicabilidad. Es algo más que una invención libre de prejuicios (cuyo modelo anglosajón es “Jesucristo Superestar”); al contrario, se presta a una interpretación infinita: conserva en el eslogan los caracteres ideológicos y estéticos de la expresividad. A lo mejor quiere decir que incluso el futuro que a nosotros –religiosos y humanistas– se nos presenta como fijación y muerte, será historia bajo una forma nueva; que la exigencia de pura comunicabilidad de la producción será de algún modo refutada. Porque el eslogan de esos tejanos no se limita a comunicar la necesidad del consumo, sino que llega incluso a presentarse como la némesis –aunque inconsciente– que castiga a la Iglesia por su pacto con el demonio. El articulista del Osservatore esta vez sí que está indefenso e impotente; aunque los magistrados y la policía, actuando cristianamente, consigan arrancar de las paredes de la nación ese cartel y ese eslogan, se trata ya de un hecho irreversible aunque quizá haya llegado anticipado: su espíritu es el nuevo espíritu de la segunda revolución industrial y del consiguiente cambio de valores. Texto: Pier Paolo Pasolini publicado el 17 de mayo de 1973 en Italia. Ver: http://www.pierpaolopasolini.eu/madrid-saggi09.htm Nota: la traducción del artículo se ha tomado de la página web citada, excepto cuando en unas pocas ocasiones en que ha parecido mas adecuada la que figura en el libro Pasolini (2009) Escritos corsarios, Madrid: 'Ediciones del oriente y del mediterráneo'. 

VEAMOS ESTE ''ANUNCIO-FOTO-ESLOGAN'':

[¿Se puede sacar alguna conclusión interesante del análisis de este anuncio? Pasolini lo hizo en el artículo que acabamos de reproducir. Es una muestra de su capacidad para leer los símbolos, para interpretar el lenguaje no verbal, el lenguaje físico y del comportamiento, a los que daba una gran importancia: “creo que hay buenas razones para afirmar que la cultura de una nación (Italia en este caso) se expresa hoy sobre todo con el lenguaje del comportamiento, o lenguaje físico, mas cierta cantidad –completamente convencional y muy pobre– de lenguaje verbal”. (Escritos corsarios, Ediciones del oriente y del mediterráneo, 2009, p.59).
Jesus Jeans fue una marca italiana de vaqueros aparecida en 1971 y su campaña de promoción con el cartel y el eslogan "Non avrai altro jeans all’infuori di me" (No tendrás vaqueros ajenos a mí) es considerada uno de los hitos de la historia de la publicidad italiana. La marca es ahora propiedad de Basic Net, que ha tenido diversos problemas para mantener el nombre.
Pasolini afirma: “la religión está agotándose como autoridad y forma de poder, y sobrevive como un producto natural de enorme consumo y una forma folclórica aún aprovechable”. Escribir esto en 1973 no era fácil. Cuando se publicó en el Corriere della Sera con el título “El disparatado eslogan de los vaqueros Jesus”, se estaba bajo el tranquilo pontificado de Pablo VI, la Democracia Cristiana era el partido hegemónico y el propio Partido Comunista contribuía a retrasar el referéndum sobre el divorcio; éste se realizó finalmente el 12 de mayo de 1974 y su victoria fue celebrada en las calles de toda Italia. Cuando escribió el artículo Pasolini no estaba haciendo un análisis de coyuntura, sino señalando una tendencia a largo plazo. En los años 90 desapareció la Democracia Cristiana; el pontificado de Benedicto XVI terminó corroído por las acusaciones de corrupción y pederastia; y son evidentes las dificultades del papa Francisco para encontrar el lugar de la Iglesia en un mundo totalmente dominado por el nuevo poderburgués, que “necesita consumidores con un espíritu totalmente pragmático y hedonista”.
Cuando se escribió este artículo en España todavía Franco gobernaba y entraba bajo palio en las catedrales. Pero a su muerte los acontecimientos se precipitaron. Gobernaron la UCD y el PSOE. Lo más parecido a la democracia cristiana ha sido el PP, pero bajo sus gobiernos no ha podido reconstruirse la alianza entre el trono y el altar; actualmente el tándem Rajoy-Rouco Varela está en franca decadencia. En Catalunya, según el Centro de Estudios de Opinión, la Iglesia católica ocupa la cuarta posición empezando por la cola en la valoración de los ciudadanos (2,97 sobre 10), con fuertes diferencias según la intención de voto: los que votan al PP la puntúan mucho mejor (4,88) que los que los que votan Ciudadanos (3,01). El partido ascendente del nuevo poder burgués es Ciudadanos. El artículo de Pasolini nos ayuda todavía a entender por qué. Texto: Martí Caussa.] Ver también: 'Manipulación mediática en la ALDEA GLOBAL'.