24 jun 2015

El chiste y la realidad (Parte I de II)

1. El chiste

Nos contaba Abel Prieto, ministro de Cultura cubano, que, a principios de los años noventa, durante los peores momentos del periodo especial, no hubo chistes en Cuba. Ese fue el síntoma más grave de que había motivos para temerse lo peor. Y de pronto, un buen día, sin que nada hubiese cambiado ni para nada se hubiese aliviado la tragedia, alguien le contó un chiste. Era un chiste sobre el periodo especial y sus miserias, un chiste negro y cruel. Y él pensó para sus adentros, aliviado: “¡nos salvamos, muchacho!”
Los chistes son obras sin autor, siempre van entrecomilladas; de lo contrario, no funcionan. Nadie sabe quién hace los chistes, y si se sabe, tampoco funcionan. En realidad, los chistes son una cosa muy enigmática y muy seria, digna de muy profundas reflexiones. Kant y Freud, por ejemplo, dedicaron mucha atención al asunto de los chistes. Y, sin embargo, al leerlos, uno tiene la sensación de que se quedan cortos, de que no hacen del todo justicia al enigma del chiste, aunque lo que digan sea, sin duda, muy interesante. Kant mantiene que el secreto del chiste consiste en despertar una tensión creciente que, de improviso, se resuelve en nada. El chiste roza los límites de lo intolerable y, de pronto, estalla como una pompa de jabón. El chiste es un mensaje que se destruye a sí mismo por el camino más inesperado. Por eso puede existir el humor negro y, por eso, el humor negro limpia más que ensucia. 

Freud dedicó al tema largas reflexiones impresionantes. El chiste nos arroja a un abismo ignoto e ingobernable, el chiste conecta con el inconsciente. Pero lo hace con una astucia milagrosa, por la que logramos controlar lo incontrolable. El chiste abre una rendija y, de pronto, por un instante, toda la agresividad, la obscenidad y el absurdo en el que consistimos, puede salir a la luz. Se nos permite, por un momento, ser lo que somos, es decir, inmundas sabandijas. El chiste nos recuerda, así, que somos criaturas pequeñas, mezquinas, sádicas, ridículas y, en general, abyectas. Pero el chiste nos recuerda, también, que no tenemos derecho a serlo, que solo se nos permite ser eso por un instante, en el curso de una carcajada. Todo lo contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en las guerras. En la antigua Yugoslavia, un día sonó un silbato y, de la noche a la mañana, ante los ojos estupefactos de toda Europa, la gente empezó a matar, torturar y violar a sus vecinos, a aquellos mismos vecinos con los que había jugado a la pelota de pequeño y con los que el día anterior había compartido una boda, un baile o el cumpleaños de sus niños. Leí una noticia una vez que contaba que unos vecinos le habían arrancado el hígado a un niño y se lo habían obligado a comer a su abuelo. La violación de mujeres, en muchas ocasiones bajo torturas inimaginables, fue una práctica generalizada. De la noche a la mañana, el pueblo, la calle, el barrio en el que siempre habías vivido con normalidad, se había convertido en el escenario de un horror sin límites, protagonizado por personas que no eran zombis o extraterrestres; eran el tendero de la esquina, el secretario del ayuntamiento, el vecino del quinto (hay que decir que el protagonismo masculino era, desde luego, aplastante y por algo será).
Es una insensatez pensar que, en el fondo, no somos eso, o que, nosotros, nunca podríamos llegar a ser eso. Como suele decir Jorge Alemán, Freud nos trajo muy “malas noticias”: sí somos, en algún sentido, eso y sí podemos, en otros sentidos, llegar a serlo. Eso no quiere decir que sea inevitable. Pero es una inmensa irresponsabilidad no ser conscientes de que estamos habitados por eso que se suele llamar “pulsión de muerte”. Muy al contrario, conviene tenerlo muy presente, precisamente, para no sucumbir a esos poderes obscenos, ignotos e ingobernables. En condiciones normales, más o menos, lo conseguimos. Y en condiciones anormales, incluso en las guerras más horrendas, hay muchas personas que también lo consiguen. No es imposible. No conviene ignorar que quizás llevemos un Jack el Destripador en el alma, pero no hay por qué pasar a comportarse como él.
Los chistes -incluso cuando son malos- son, en este sentido, muy terapéuticos. En un relámpago, nos hacen vislumbrar todo lo que en nosotros hay de imprevisible, absurdo, ridículo, obsceno o potencialmente criminal. A la pregunta de qué es lo que nos hace reír, Freud respondía que era el placer lúdico que se experimenta al escapar de las exigencias de la lógica y de la realidad. Como en las guerras, sí, pero sólo por un instante y sin traspasar los límites hacia la realidad. Gracias al chiste nos hacemos más conscientes de los límites de lo intolerable, pero, además, con plena consciencia de que lo intolerable también nos traspasa a nosotros mismos, que nosotros mismos también somos y podemos llegar a ser intolerables. Es todo lo contrario de lo que se ha repetido estos días: el chiste no suele ser una banalización del mal, por el contrario, es una manera de tomártelo muy en serio sin necesidad de hacerte un psicoanálisis de trece o catorce años.
El chiste es un misterio insondable porque es un contacto fugaz con lo más insondable que hay en nosotros mismos. Por eso, por muy geniales que sean las reflexiones de Kant o de Freud, siempre saben a poco. El chiste siempre será un misterio. No así para los periodistas de este país. Ellos lo han aprendido todo en una tertulia y saben perfectamente delimitar lo que es un chiste, marcar las fronteras de lo tolerable, fiscalizar el humor, incluso llevarlo a los tribunales. No se había emprendido una cruzada semejante desde la revolución cultural china, cuando los muros se llenaron de denuncias acusando a los vecinos de practicar felaciones en su vida matrimonial, guardar dinero en una hucha o prácticas semejantes caracterizables de políticamente incorrectas según las recetas antipequeñoburguesas del libro rojo de Mao.
Un cargo de Podemos que prefiere permanecer en el anonimato -no vaya a ser que algún periodista erudito le malentienda y le haga dimitir-, me decía ayer que los chistes son “la investigación trascendental sobre los límites de la sociedad en la que vivimos”. Es una definición muy kantiana, en efecto, que considero totalmente correcta. Kant se ocupó de ese asunto en la Crítica del Juicio. Esta obra trata de la razón en tanto que facultad que investiga y reflexiona. Es preciso explorar los contornos de este mundo en el que habitamos lingüísticamente y, para eso, es preciso, ante todo, jugar con lo que se puede decir y lo que no se puede decir, poner a prueba lo que se soporta y no se soporta en el discurso que consideramos común, recorrer los espacios en los que nos entendemos y dejamos de entendernos. Esta investigación no la puede hacer ningún experto, no la puede hacer el científico, ni el filósofo, la tiene que hacer el pueblo. Sólo la puede hacer el pueblo porque es el pueblo el que habla. Y el chiste es la herramienta más vieja y más imprescindible para esta investigación. Cuando contamos un chiste, siempre de alguna manera, estamos jugando con fuego, porque estamos haciendo una investigación sobre los límites que soportan los que nos están escuchando. El chiste, digámoslo, tiene una función “trascendental”. No puede caer en manos de científicos, ni de filósofos, pero mucho menos de periodistas y tertulianos. No es que no haya, por supuesto, chistes muy malos o de muy mal gusto. No es extraño, porque el mundo está lleno de gentuza, quién va a negarlo. Pero empezar a adoctrinar sobre los chistes es accionar un mecanismo de consecuencias siempre imprevisibles, una suerte de totalitarismo trascendental que interfiere en lo que es más exclusivamente propiedad indiscutible del pueblo: la palabra común. Los experimentos históricos en los que se ha ensayado ir por ese camino han dado resultados estremecedores, desde la revolución cultural china hasta el atentado de Charlie Hebdo. La cruzada totalitaria que han emprendido algunos periodistas de este país no augura nada bueno. Texto: C. Fernández Ll. Ver: Parte II


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