5 sept 2014

Relaciones de poder (I de II)

I – APUNTES

En el proceso de instauración del capitalismo, una de sus tareas primordiales fue “solucionar” la fragmentación político–territorial. La nueva organización necesitaba concentrar el poder político y garantizar la libertad económica. Así surgió el Estado moderno. Pero esta organización requirió diferentes tiempos y la necesidad de lograr, dentro del sistema interestatal, tanto la cohesión interna como el fortalecimiento militar frente a agresiones externas. De tal modo, unido a la noción de soberanía, el Estado tiene necesidad de devenir nación, de crear un pueblo con un destino trascendente. Los Estados nación soberanos europeos, por lo tanto, fueron los encargados en Occidente de realizar las transformaciones políticas, sociales y económicas de aquel continente. Debe darse a este surgimiento la importancia que requiere, ya que este Estado se constituiría en la piedra angular del nuevo modo de producción, instaurándose como garante del capital. Una nueva lógica había sido fundada. Fundada sobre dicotomías y ficciones que pasaron a regir los patrones del funcionamiento social. Se dejan señaladas: la ficción del contrato social, la separación del Estado y la sociedad civil, de la política y la economía, las ficciones de la libertad individual, del trabajador libre, y de la igualdad jurídica entre otras.
Que el naciente sistema se fuera organizando sobre ficciones no impidió que estas adquirieran legitimación y altos grados de eficacia, produciendo efectos comprobables tanto en los sujetos como en las relaciones sociales. El capitalismo necesitaba imponer racionalmente dichas ficciones como verdades, con el fin de encubrir el proceso histórico que le dio surgimiento. Denominamos a este mecanismo con el nombre de naturalización. En este sentido, puede decirse que no son pocas las relaciones entre ficción y creencia, dado que ninguna de las dos necesita ser demostrada como cierta para lograr eficacia, incluso a pesar de sus inconsistencias. La eficacia de estas ficciones queda demostrada en los actos de gobierno, que se apoyan indiscutidamente en ellas; pero también ocurre lo mismo en cualquier accionar social que, supuestamente, estaría por fuera de las relaciones de poder. El Estado–nación, autolegitimado y establecido como un superespacio legitimador que concentra el poder político y el monopolio del uso de la fuerza legítima, es un elemento indispensable en la producción de realidad y subjetividad, cuestiones que deben ser tenidas en cuenta para el análisis y la comprensión de los procesos histórico–sociales, políticos y económicos entre los que se encuentra el nazismo, tema que hoy nos ocupa.

Ahora bien, la consolidación de los Estados nacionales demandó diferentes tiempos y características, siendo Alemania uno de los últimos países en lograr la unificación política y la modernización social, a lo largo del siglo XIX. Entonces, la noción de nacionalsocialismo encuentra ya sus raíces en estas problemáticas, y se liga a las ideas que plantean la necesidad de consolidar a Alemania como un Estado nacional unificado. Las ideas tradicionales alemanas ya planteaban por aquel entonces no sólo la conformación de un imperio pangermánico que comprendiera a Austria y otros territorios de lengua alemana sino su reconocimiento como potencia hegemónica de Europa. Estas ideas estuvieron presentes en los movimientos anexionistas durante la Primera Guerra mundial unidas a la esperada consumación de aquel destino trascendente del pueblo alemán. La derrota de Alemania en 1918, con las tremendas consecuencias económicas y psicológicas, dio lugar a la fundación y ascenso del nacionalsocialismo, que adquirió una adhesión inusitada al dar cuerpo a la tradición histórica conservadora mencionada anteriormente. También hay que considerar como precursores, además del nacionalismo antieslavo y antisemítico de Austria y Bohemia, las imbricaciones religiosas unidas al concepto católico de la gran Alemania. Estas variables, sumadas al militarismo durante la Primera Guerra mundial, al fantasma del comunismo y al crack bursátil en octubre de 1929 –que “inauguró la “gran depresión”, abonaron el terreno para dar lugar a los acontecimientos de 1933. Es decir que Hitler no fue el creador del nacionalsocialismo, sino un líder con gran capacidad de manejo de las masas producido por la propia sociedad alemana, deseosa de encontrar “un orden” tranquilizador y conducente a la grandeza de Alemania. Hitler encarnó al nacionalsocialismo.

II – GUERRA

¿Por qué siguen existiendo las guerras? Probablemente surgirán muchas especulaciones y cada uno pensará en batallas históricas, en invasiones actuales con variadas fundamentaciones, en situaciones de las que está supuestamente “informado”. Con referencia a las guerras mundiales: la primera, desembocó en la consumación del autoritarismo mesiánico hitleriano; la segunda, marcó la caída del III Reich y el bombardeo de Estados Unidos a Japón con bombas nucleares, dando lugar a muchas otras explosiones en torno a la vida –generalmente revestidas de “progreso”, que vale la pena analizar. Y ahora quizás adquiera más sentido la larga introducción sobre las implicancias del Estado nación, que deberá ser tenida en consideración a lo largo de toda la exposición.
El siglo XX ha mostrado y confirmado, por si quedaban dudas al respecto, que el conocimiento–mercancía no hace buenos a los seres humanos. También ha demostrado que la producción de conocimientos entra ineludiblemente en conexiones complejas y difusas con el poder, y por ende con el capital. Claro que esto no fue una invención de la modernidad, pues ya en la civilización egipcia, por dar un ejemplo, quien sabía leer y escribir tenía un lugar social y políticamente destacado. Pero la fragmentación de los saberes, la súper especialización, y las revoluciones tecnológicas producidas en el siglo XX, no encuentran parangón con ningún otro tiempo histórico. Es que los acontecimientos adquirieron otra dimensión, otras velocidades, no sólo en sentido cuantitativo sino también cualitativo. Y la tecnificación del Estado y las guerras formaron parte de esos acontecimientos, al igual que la industria automotriz, la producción de energía nuclear y las telecomunicaciones entre otros. Se dirá que siempre hubo guerras. Es cierto. Pero una nueva característica de la modernidad es la tecnologización de la guerra: “Según Einstein, el desarrollo de la bomba atómica hizo necesaria la invención de la bomba informática, de la bomba de la información totalitaria.”
Ford, ese revolucionario del capital industrial creador de la producción y del consumo en masa, no dudó en producir y vender todo tipo de vehículos para la guerra –“negocios son negocios”, aunque tampoco ocultó su simpatía por Hitler bastante antes de 1933. Hitler declaró en 1931 a Detroit News: “Considero a Henry Ford como mi inspiración”. En 1939, las filiales alemanas de General Motors (Opel) y Ford suministraron un 70 por ciento de los vehículos y otro buen porcentaje de aviones vendidos en el mercado alemán para uso bélico. Ford y otros muchos estadounidenses no fueron los únicos “simpatizantes” no–alemanes del nazismo, una obviedad para Suiza y Austria, aunque también para Argentina y muchos otros. Estos elementos requieren ser tomados en consideración para comprender las múltiples dimensiones del fenómeno nazi.
¿Que por qué decimos esto aquí y ahora? Porque el nazismo se constituyó como corporización del nacionalsocialismo, en tanto que conglomerado de operaciones ideológicas y de tecnologías políticas, en tanto que movimiento ligado a la cultura de masas y potente máquina de guerra. El nacionalsocialismo no comenzó en el Tratado de Versalles (París, 1919) finalizada la Primera Guerra Mundial, ni finalizó luego de la Segunda. El nazismo fue un gran exponente del intento de resolución de una profunda crisis a la manera fundamentalista, con su componente mesiánico–religioso–conservador. Puso todo en juego, invadió territorios, se lanzó a la conquista del espacio vital, intentó arrasar con las diferencias en un proceso de unificación y simplificación de la realidad, se arrogó el poder sobre la vida y la muerte. Dicho esto, entonces, nos vamos aproximando a la razón de ser de las guerras: la ambición de poder, de superioridad y de dominación, que no puede ser desvinculada de la mortífera generación de capital obtenida de la producción y venta de armamentos cada vez más eficaces y sofisticados y que marcha, junto con el narcotráfico, a la cabeza de la tabla de las superganancias. En todos estos procesos intervienen conocimientos multidisciplinarios científicos y tecnológicos.

III – ECONOMÍA–POLÍTICA–PODER

Paralelamente al desarrollo de las fuerzas productivas, en el capitalismo las guerras adquirieron intensidades y cualidades inusitadas. Si bien en organizaciones socioeconómicas previas las luchas también estuvieron en relación con la obtención de riquezas, apropiación de recursos naturales, alimentarios y de mano de obra barata, con la multiplicación de la fuerza de trabajo gracias a la imposición de las nuevas relaciones de producción, (capitalistas –propietarios de los medios de producción y trabajadores –propietarios de su sola fuerza de trabajo) el hiperdesarrollo quedó garantizado por medios violentos. Porque este proceso no tuvo un ápice de pacifismo. No hay que olvidar que los campesinos del feudalismo fueron arrancados de las tierras comunales a sangre y fuego. Tres fueron sus opciones: la muerte, la marginalidad, o el ingreso a las fábricas. La invención del dinero como único medio de intercambio y su “indispensabilidad” para la satisfacción de las necesidades primarias, selló el surgimiento y reproducción del capital y, de tal manera, de la reproducción de las relaciones sociales del sistema.
Estas luchas desiguales lideradas por los países más desarrollados, también emplearon (y lo siguen haciendo) las nociones de patria, de raza, de supremacía del hombre blanco, del respeto a las fuerzas armadas, de obediencia, de muerte por la bandera, de producir invasiones en otros países para liberar a los pueblos del yugo dictatorial (noción aplicada predominantemente a pueblos no–occidentales), etc. Hace demasiado tiempo que se descubrió que la mejor manera de evitar las críticas de los ciudadanos a los gobernantes, es distraerlos inventando una guerra. Externalizar al enemigo, ese siniestro juego del poder. Por supuesto que en estos procesos las purgas internas de opositores son importantísimas, pero quedan opacadas por la batalla contra “lo extranjero”. Luego, la justificación de tales prácticas descansará en la argumentación que los sindica como “enemigos de la patria, de los valores occidentales y cristianos…”, y la lista podría extenderse largamente. Y aquí hace su entrada el lenguaje, que está en relación con las formas de transmitir, informar, consignar, legislar, juzgar…
Quizás lo inquietante del lenguaje se encuentre en su poder, o en cómo circulan en él las relaciones de poder. ¿Por qué los campos de prisioneros del nazismo son llamados “campos de concentración”, “campos de exterminio” o “fábricas de la muerte” –y nadie puede dudar de la monstruosidad de su existencia cierta, mientras que se admite que Guantánamo sea presentada como una “base” en un territorio extranjero ocupado por Estados Unidos, “albergando” a prisioneros sin haber sido juzgados, donde abiertamente se practica la tortura y todo tipo de violaciones de derechos? O ¿por qué el Muro de Berlín, fue denominado el “Muro de la vergüenza”, que sin duda lo fue, al igual que todo muro; y sin embargo se admite internacionalmente, mas  allá de críticas edulcoradas, la construcción del denominado “Muro Fronterizo” que los Estados Unidos está interponiendo con México; o la denominada “barrera” que Israel está interponiendo con Cisjordania –sobre el territorio cisjordano– violando las resoluciones de la ONU y a contramano de expresiones –que allí quedan– de muchos gobiernos y organizaciones? ¿Acaso las acciones israelíes no constituyen una conquista del espacio vital? Sin duda, mucho por revisar y con urgencia.
Como puede observarse, tenemos hasta el momento unos cuantos problemas graves. No se ve o no se quiere ver cómo las relaciones de poder, por las que circulan la ideología, la política, la economía y los conocimientos, habitan y capturan el lenguaje. El nazismo lo tenía muy claro cuando intervino desde el vamos sobre él: Cómo hablar y de qué hablar (reducción de la riqueza lingüística, cambios de sentido, abundancia de siglas y frases hechas, palabras clave, etc.). Estados Unidos nunca estuvo rezagado, de Europa habría que revisar si algún Estado queda excluido, tarea ardua, delicada y sutil como para ser abordada a la ligera. En América Latina, y particularmente en Argentina podríamos encontrar riquísimos ejemplos durante el siglo XX; por mencionar el más próximo en tiempo y espacio, específicamente en la década del 70, entorno de la última dictadura militar y a partir de ella.
Volviendo al nazismo, convengamos en que “devino un enemigo” de los Aliados cuando sus ambiciones invadieron o desbordaron el mapa de intereses del bloque occidental, en concordia con su ilimitado fundamentalismo mesiánico. El peligro se anunció cuando su lucha por la hegemonía del continente europeo se materializó. Aún así, las cosas no fueron tan límpidas ni las posiciones tan resueltas. Lo que se pone en evidencia es que la flexibilidad del capitalismo admite una interesante variedad de regímenes y variables políticas, como por ejemplo el fascismo, el nazismo, el estalinismo, las dominaciones coloniales, las monarquías constitucionales, las dictaduras africanas, americanas y asiáticas. Son denominados regímenes de excepción, pero en tanto que el Estado persiste, coinciden con el capitalismo y sus preceptos. El nazismo no alteró en absoluto las instituciones capitalistas, todo lo contrario, arrancó a los ejércitos con la religión cristiana, exacerbó la institucionalización de la guerra, de la obediencia y de la economía de mercado. El III Reich y las ambiciones imperialistas de otros países occidentales –en muchos casos consumadas, tienen demasiados elementos en común. Texto: Isabel Navarrete. Ver: 'Parte II'.

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