18 dic 2013

Sobre Pueblos, Indivíduos y Naciones

La mejor manera de detectar en cualquier interlocutor un intento de manipulación o un caso flagrante de demagogia es fijarse en su empleo de la palabra “pueblo”. Es verdad que este vocablo, que en realidad siempre ha sido ambiguo en su significado, para mucha gente sólo tiene connotaciones positivas. ¿Qué tiene de malo el pueblo, el pueblo “llano”? Se asocia dicho término a algo puro, virtuoso, como en el pasado se hacía con la idea del “buen salvaje”. Si el ser humano es bueno por naturaleza, la suma de seres humanos unidos en un pueblo también es buena por naturaleza. El pueblo, unido, jamás será vencido. Pero el pueblo, en realidad, no existe. Por eso a menudo sus integrantes son vencidos. 
Por las connotaciones positivas del término pueblo, precisamente, manipuladores de todo cuño recurren asiduamente a él. El “pueblo” queda personificado y de él se empiezan a predicar virtudes. “El pueblo es sabio”, “la dignidad del pueblo”, “el pueblo ha hablado”. La noción elimina así cualquier forma de individualidad, no ya sólo la disidencia: cualquier mínima observación divergente de lo que se supone que “quiere el pueblo” es vista como una traición. La palabra pueblo se carga de peligro especialmente cuando va seguida de un adjetivo nacional. El pueblo catalán, el pueblo español, el pueblo vasco, el pueblo alemán.
La personificación de conceptos abstractos (pueblo, nación) es imprescindible cuando lo que se pretende es imponer una visión totalitaria y hacerse pasar por víctima. Es entonces cuando los líderes políticos hablan de que se ha “insultado a un pueblo” o se ha “ofendido a la nación”.
Tenemos ejemplos recientes, como la sanción de 30.000 euros que el Gobierno ha creado para aquéllos que “ofendan” a España. Otro ejemplo menos reciente, data de 2009, sucedió cuando con el aplauso del entonces presidente de la Generalitat de Catalunya, José Montilla, y del líder de la oposición, Artur Mas se publicó un artículo/manifiesto titulado La dignidad de Catalunya. Parece mentira que haya que seguir recordando que ni los Estados, ni las naciones, ni los pueblos, tienen dignidad. Solo las personas (y en mi opinión también los animales) la tienen. Pero nunca faltan líderes políticos que se presten al secuestro del concepto de pueblo y que se arroguen la portavocía de una supuesta voluntad colectiva.

Por supuesto, quien ose disentir, llevar la contraria, no sólo será tachado de traidor, además será desprovisto de su identidad. Es lo que hacía el expresidente Aznar cuando calificaba de “antiespañol” a quien contraviniera sus puntos de vista, o cuando más recientemente, se acusa de ”catalanofobia” a quien no comulga con el independentismo, o de “antisemita” a quien critique las políticas del Gobierno de Israel.
La mayoría de las Constituciones modernas se construyen sobre el arbitrario supuesto de que existe un pueblo que, en el ejercicio de su soberanía (aquí entra la personificación), funda una nación. El referente legal más famoso es la Constitución de Estados Unidos, que arranca con ese célebre “We the People” (Nosotros, el Pueblo). También comienza así, por cierto, la Constitución de la India.
Por su parte nuestra Carta Magna, en su preámbulo, dota de cualidades humanas, personales, tanto al concepto de “nación” como al de “pueblo”. Dice así: “Don Juan Carlos I, Rey de España, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: que las Cortes han aprobado y el pueblo español ratificado la siguiente Constitución: Preámbulo. La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de…”. Así pues, el pueblo español “ratifica” y la Nación española “desea”, “usa su soberanía” y “proclama su voluntad”.
Perdónenme, pero yo creo que estas cualidades sólo las tenemos los individuos. Porque, a efectos individuales, lo importante es vivir en un marco legal en el que haya respeto a los Derechos Humanos, separación de poderes, pluripartidismo, libertades individuales… sobra toda la retórica, toda la mística nacionalista de las Constituciones al uso. Y sobra, además, porque es inventada, aunque en su día sí fue necesaria. Veamos por qué.
El concepto de “pueblo” es un constructor artificial. Como lo es el de “nación”. ¿Qué es lo que identifica a un pueblo? ¿La lengua? No todos los que hablan inglés pertenecen al mismo pueblo, ni todos los que pertenecen a una nación hablan necesariamente el mismo idioma. ¿La religión? No todos los que comparten una creencia son compatriotas. ¿La sangre? Hay hermanos de distinta nacionalidad e incluso hay monarcas de naciones distintas que son familia entre sí. ¿La cultura? ¿Alguien sabe qué demonios es la ”cultura”? ¿Tiene fronteras? ¿El Quijote es más español que mexicano o francés? No. El Quijote es de Cervantes. Y quizá también sea un poco de quien lo lea. Toda expresión cultural es patrimonio de la humanidad entera, y no de uno u otro pueblo. De hecho toda gran creación cultural es, por definición, universal.
Simplificando mucho, el concepto de ?pueblo?, tal y como lo conocemos hoy en día, cobró carta de naturaleza en el siglo XVIII. Entonces fue un hallazgo necesario, que sirvió para oponerse al Antiguo Régimen, al feudalismo y a las monarquías absolutistas. El “invento” del concepto moderno de ‘pueblo’ creó un espacio de legitimación que posibilitó rediseñar las reglas del juego. Se acabaron los súbditos y los vasallos.
Había nacido el concepto de “ciudadano” que pertenece a un pueblo que deviene en nación y que “por su legítima voluntad” decide constituirse en Estado. El Soberano dejó de serlo. La soberanía pasó del Monarca al pueblo (desde ahora, “pueblo soberano”). La “gracia de Dios” ya no bastaba para legitimar una forma de Gobierno.
Hizo falta crear un nuevo sistema de creencias, una nueva fe, en este caso nacionalista, mediante una reconceptualización de lo que antes se entendía por pueblo o nación, y una revisión histórica muy potente (la que emprendieron los Ilustrados y continuaron los idealistas alemanes) para deslegitimar el Antiguo Régimen. Los conceptos de “pueblo” y “nación” fueron entonces reformulados y adaptados a una nueva meta: iban a funcionar como la jeringuilla que permitiera inocular libertades individuales y avances democráticos en las sociedades europeas. Fueron conceptos utilitarios, didácticos, pedagógicos. Fueron un simple medio, como el dedo que señala al Sol. Y los nacionalistas actuales, de cualquier país democrático, cumplen muy bien su papel de tontos que se quedan mirando al dedo en lugar de al Sol.
Lo esencial, como decíamos, es vivir en un Estado en el que se respete los Derechos Humanos, a las minorías y a todas las identidades culturales. Como, por cierto se dice en el preámbulo de la Constitución de 1978: “Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones”. Debe dar igual cómo se llame ese Estado, o qué lenguas se hablen en él, o cuál sea el origen étnico de sus ciudadanos, siempre que los derechos individuales de todos y cada uno de ellos sean respetados. Esa y no otra, por ejemplo, era la idea original (luego pervertida) sobre la que se construyeron los Estados Unidos de América y sobre la que debería haberse construido la Unión Europea.

En definitiva, el concepto de “pueblo” al igual que el de “nación” (que como hemos visto sobrevive en Constituciones y en la retórica de los políticos, militares, deportistas, etcétera) no es más que un vestigio arqueológico, un fósil legislativo, una cáscara semántica vacía, que un día fue útil. Pero, usando y abusando de ese fósil, vive hoy una casta de aprovechados, políticos, oligarcas, explotadores, todos perfectamente conscientes de su hipocresía. Son los herederos del Antiguo Régimen, líderes peligrosos, guías iluminados, portavoces del “pueblo” que en realidad sólo sirven a las clases dominantes. Y no dudan a la hora de emplear esos conceptos, el de “pueblo” o “nación”, para desviar la atención y engañar a miles de infelices que creen estar dando su vida en nombre de algo que en realidad no existe. Texto: A. Fraguas

16 dic 2013

Cinco años en el 'limbo'

Aparentemente, cuando el banco de inversión estadounidense Lehman Brothers colapsó en 2008 y detonó la peor crisis financiera desde la Gran Depresión, se formó un amplio consenso sobre la causa de la crisis. Un sistema financiero inflado y disfuncional había asignado incorrectamente el capital y, en vez de gestionar el riesgo, lo creó.

La desregulación financiera –junto con el dinero barato– contribuyó a una excesiva toma de riesgos. Y la política monetaria sería relativamente ineficaz para revivir la economía, incluso si se lograba evitar el colapso total del sistema financiero con dinero más barato aún. Por lo tanto, sería necesaria una mayor dependencia de la política fiscal (un mayor gasto gubernamental).

Cinco años más tarde, mientras algunos se felicitan a sí mismos por evitar otra depresión, nadie en Europa o Estados Unidos puede afirmar que la prosperidad ha regresado. La Unión Europea recién está emergiendo de la recaída en la recesión (y, en algunos casos, de una doble recaída), mientras que algunos estados miembros están en depresión. En muchos países de la UE, el PIB se mantiene por debajo, o insignificantemente por encima, de los niveles previos a la recesión. Casi 27 millones de europeos están desempleados.

Algo similar ocurre en Estados Unidos: 22 millones de personas que desean un empleo a tiempo completo no logran encontrarlo. La tasa de actividad en la fuerza de trabajo estadounidense ha caído a niveles que no se veían desde que las mujeres comenzaron a ingresar al mercado laboral en forma masiva. El ingreso y la riqueza de la mayoría de los estadounidenses se encuentran por debajo de niveles que habían registrado mucho antes de la crisis. De hecho, el ingreso típico de un trabajador masculino a tiempo completo es menor que hace más de cuatro décadas.

Sí, hemos hecho algunas cosas para mejorar los mercados financieros. Hubo algún aumento en los requisitos de capital, pero mucho menos de lo necesario. Algunas de las derivadas riesgosas –las armas financieras de destrucción masiva– han sido incluidas en bolsas de valores. Eso aumentó su transparencia y redujo el riesgo sistémico, pero aún se negocia un elevado volumen en opacos mercados no organizados, lo que significa que sabemos poco sobre la exposición al riesgo de algunas de nuestras mayores instituciones financieras.

De igual manera, se ha puesto freno a algunas prácticas crediticias predatorias y discriminatorias, y comportamientos abusivos de las tarjetas de crédito; pero todavía sobreviven conductas con el mismo nivel de explotación. Los trabajadores pobres continúan siendo explotados demasiado a menudo a través del sistema de adelantos de efectivo a tasas de usura. Los bancos que dominan el mercado aún obtienen elevadas tarifas por las transacciones con tarjetas de débito y crédito a los comerciantes, quienes se ven obligados a pagar varias veces el precio que toleraría un mercado verdaderamente competitivo. Esto es, sencillamente, un impuesto, en el cual los ingresos enriquecen las arcas privadas en vez de destinarse a propósitos públicos.

Otros problemas continúan sin ser tratados y algunos han empeorado. El mercado hipotecario estadounidense aún sigue conectado a un respirador: el gobierno ahora asegura más del 90% de las hipotecas y la administración del presidente Barack Obama ni siquiera ha propuesto un nuevo sistema que garantizaría préstamos responsables con términos competitivos. El sistema financiero se ha concentrado aún más, algo que exacerbó el problema de los bancos que no solo son demasiado grandes y están demasiado interconectados y correlacionados para caer, sino que también son demasiado grandes para ser gestionados y responsabilizados. A pesar de un escándalo tras otro, desde lavado de dinero y manipulación del mercado hasta discriminación racial en los créditos y ejecuciones ilegales de hipotecas, ningún funcionario de alto nivel ha sido responsabilizado; cuando se impusieron sanciones financieras, fueron mucho menores de lo necesario, no fuera a ser que las instituciones sistémicamente importantes pudieran verse en peligro.

Las agencias de calificación de crédito han sido declaradas responsables en dos juicios privados. Pero también en este caso lo que pagaron fue una fracción de las pérdidas que causaron sus acciones. Algo más importante aún, el problema subyacente –un sistema de incentivos perversos en el que reciben dinero de las empresas a las que califican– aún debe cambiar.

Los banqueros presumen de haber pagado totalmente los fondos de rescate del gobierno que recibieron cuando comenzó la crisis. Pero nunca parecen mencionar que cualquiera que hubiera recibido enormes créditos gubernamentales a tasas de interés cercanas a cero podría haber ganado miles de millones con el mero hecho de prestar nuevamente ese dinero al gobierno. Tampoco mencionan los costos impuestos al resto de la economía –una pérdida acumulada del producto en Europa y EE.UU. que supera largamente los $5 billones.

Mientras tanto, resultó que quienes sostuvieron que la política monetaria no sería suficiente estaban en lo cierto. Sí, todos fuimos keynesianos, pero por demasiado poco tiempo. El estímulo fiscal fue reemplazado por la austeridad, con efectos adversos predecibles –y predichos– sobre el desempeño de la economía.

Hay en Europa quienes están contentos porque la economía puede haber tocado fondo. Con el regreso del crecimiento del producto, la recesión –definida como dos trimestres consecutivos de contracción económica– oficialmente ha terminado. Pero, sin importar cómo se la mire en busca de resultados significativos, una economía en la cual los ingresos de la mayoría de la gente se encuentran por debajo de sus niveles previos a 2008, aún está en recesión. Y una economía en la cual el 25% de los trabajadores (y el 50% de los jóvenes) están desempleados –como ocurre en Grecia y España– continúa deprimida. La austeridad ha fracasado y no hay perspectivas de un pronto regreso al pleno empleo (no sorprende que las perspectivas para Estados Unidos, con su versión más limitada de la austeridad, sean mejores).

El sistema financiero puede ser más estable que hace cinco años, pero eso implica un bajo listón: en ese momento, se tambaleaba al borde del precipicio. Quienes se felicitan a sí mismos en el gobierno y el sector financiero por el regreso de los bancos a la rentabilidad y las tibias –aunque difíciles de conseguir– mejoras regulatorias, deben centrarse en lo que todavía resta por hacer. Solo un cuarto del vaso está, como mucho, lleno; para la mayor parte de la gente, las tres cuartas partes están vacías. Joseph Stiglitz

14 dic 2013

¿Anular la deuda o gravar el capital?

Anular la deuda, ¿es una medida socialmente injusta?


Thomas Piketty rechaza las anulaciones de deuda debido a que los acreedores serían en su mayoría pequeños ahorradores, siendo injusto de que recayera sobre ellos esa anulación, mientras que los muy ricos sólo habrían invertido una pequeña parte de su patrimonio en títulos de la deuda pública. Pero le objetamos que la auditoría de la deuda que preconizamos no sólo tiene la vocación de identificar la deuda legítima (es decir la deuda al servicio del interés general) de la que no lo es, sino también identificar precisamente a los tenedores de esas deudas para poderlos tratar en forma diferenciada según su calidad y la suma de deuda que poseen. En la práctica, la suspensión de pago es la mejor manera de saber exactamente quién posee y qué posee puesto que los tenedores de los títulos se verán forzados a salir del anonimato. Según el Banco de Francia, en abril de 2013, la deuda negociable del Estado francés estaba en un 61,9 % en manos de no residentes, esencialmente inversores institucionales (bancos, compañías de seguros, fondos de pensión, fondos mutuales…). El 38,1 % restante, estaba en manos de residentes, aunque la mayor parte corresponde a los bancos, que poseen el 14 % de la deuda pública francesa, a las aseguradoras y a otros gestores de activos. Los pequeños tenedores de deuda (que gestionan directamente su cartera de títulos) sólo representan una ínfima parte de los tenedores de deuda pública. Con ocasión de la anulación de deudas públicas, sería conveniente proteger a los pequeños ahorradores que colocaron sus economías en títulos de deuda pública así como a los asalariados y a los pensionistas que vieron cómo las instituciones o los organismos gestores colocaron una parte de sus cotizaciones sociales (jubilación, desempleo, enfermedad, familia) en títulos de deuda.La anulación de las deudas ilegítimas debe ser soportada por las grandes instituciones financieras privadas o las familias más ricas. El resto de la deuda debe ser reestructurado de manera que se reduzca drásticamente tanto el stock como la carga de la deuda. Esta reducción/reestructuración puede apoyarse en particular sobre el impuesto al patrimonio de los más ricos, como postula Thomas Piketty. La anulación de deudas ilegítimas y la reducción/reestructuración del resto de las deudas deben ir a la par. Mediante un amplio debate democrático se debe decidir sobre la frontera entre los pequeños y medianos ahorradores, a los que se debe indemnizar, y los grandes, a los que se puede expropiar. Entonces se podrá instaurara un impuesto progresivo sobre el capital, que afecte con dureza a las grandes fortunas, aquellas del 1 % más rico, que Piketty mostró que poseen actualmente más de un cuarto de la riqueza total en Europa y en Estados Unidos. Esta tasa, cobrada en una sola vez, permitiría terminar de esponjar el conjunto de deudas públicas. Además, una fiscalidad fuertemente progresiva sobre los ingresos y el capital bloquearía la reconstitución de las desigualdades patrimoniales, de las que Piketty cree, con justicia, que son antagonistas de la democracia.

Anulación de la deuda: ¿en provecho de quién?

Si bien no podemos estar de acuerdo con Piketty cuando afirma que la anulación de la deuda «no es de ninguna manera una solución progresista», en cambio tiene razón en cuestionar el tipo de anulación parcial de deudas concebido por la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional) para Grecia en mayo de 2012. Esta anulación ha sido condicionada por medidas que constituyeron violaciones a los derechos económicos, sociales, políticos y civiles del pueblo griego y que hundieron aún más a Grecia en una espiral descendente. Se trataba de un timo que tenía como fin permitir que los bancos privados extranjeros (principalmente franceses y alemanes) se liberaran con unas pérdidas limitadas, que los bancos griegos se recapitalizaran a cargo del Tesoro Público, y permitía a la Troika reforzar su influencia sobre Grecia. Mientras que la deuda pública griega representaba el 130 % del PIB en 2009, y el 157 % en 2012 después de la anulación parcial de la deuda, alcanzó un nuevo pico en 2013: ¡el 175 %! La tasa de desempleo que era del 12,6 % en 2010 se eleva al 27 % en 2013 (y llega al 50 % entre los menores de 25 años). De acuerdo con Thomas Piketty nosotros también rechazamos ese recorte propugnado por el FMI, que sólo tiene un objetivo: mantener a las víctimas con vida para poder seguir chupando su sangre, y cada vez más. La anulación o suspensión de pagos de la deuda la debe decidir el país deudor, con sus propias condiciones, para recibir un verdadero balón de oxígeno (como lo hizo Argentina en 2001 y 2005 y Ecuador en 2008-2009).

La deuda y la desigualdad de la riqueza no son los únicos problemas


Graeber y Piketty tienen posiciones opuestas al determinar cuál es el blanco político prioritario: la deuda o la desigualdad de los patrimonios. Pero para nosotros, los problemas de nuestras sociedades no se limitan al de la deuda pública o a la desigualdad engendrada por las fortunas privadas. En principio, es bueno recordar —y Graeber lo hace sistemáticamente— que existe una deuda privada mucho más importante que la deuda pública, y que el brutal aumento de esta última desde hace cinco años se debe en buena parte a la transformación de deudas privadas, principalmente la de los bancos, en deudas públicas. Por lo tanto, y sobre todo, hay que recolocar la cuestión de la deuda en el contexto global del sistema económico que la genera y de la que sólo es uno de sus aspectos.Para nosotros, la imposición al capital y la anulación de las deudas ilegítimas deben formar parte de un programa mucho más amplio de medidas complementarias que permitan lanzar una transición hacia un modelo poscapitalista y posproductivista. Tal programa, que debería tener una dimensión europea y podría comenzar por ponerse en práctica en uno o varios países del continente, comprendería, en especial, el abandono de las políticas de austeridad, la reducción generalizada del tiempo de trabajo con contratos compensatorios y mantenimiento del salario, la socialización del sector bancario, una reforma fiscal total, medidas para garantizar la igualdad hombre-mujer y la puesta en marcha de una política determinada de transición ecológica. Graeber pone el acento en la anulación de la deuda ya que cree, como nosotros, que se trata de un objetivo político movilizador, pero no pretende que esta medida sea suficiente y el mismo se sitúa en una perspectiva radicalmente igualitaria y anticapitalista. La crítica fundamental que se le puede hacer a Thomas Piketty es que piensa que su solución puede funcionar aunque se mantenga el sistema actual. Propone un impuesto progresivo sobre el capital para redistribuir las riquezas y salvaguardar la democracia, pero no se cuestiona las condiciones en las que estas riquezas se originaron ni las consecuencias que resultan de ese proceso. Su respuesta sólo remedia uno de los efectos del funcionamiento del sistema económico actual, sin atacar la verdadera causa del problema. En primer lugar, admitamos que logramos, mediante un combate colectivo, una imposición al capital, sin embargo la recaudación generada por este impuesto corre el riesgo de ser succionada por el reembolso de deudas ilegítimas, si no actuamos para que se anulen. Pero sobre todo no nos puede satisfacer un reparto más equitativo de las riquezas, si éstas son producidas por un sistema depredador que no respeta ni las personas ni los bienes comunes, y acelera la destrucción de los ecosistemas. El capital no es un simple «factor de producción» que «juega un papel útil» y merece, por lo tanto, «naturalmente» un rendimiento del 5 %, como lo dice Piketty, es también, y principalmente, una relación social que se caracteriza por la influencia de los que poseen sobre el destino de las sociedades. El sistema capitalista en tanto que modo de producción está en el origen no sólo de las desigualdades sociales, cada vez más insostenibles, sino también del peligro que corre nuestro ecosistema, del saqueo de los bienes comunes, de las relaciones de dominación y de explotación, de la alienación en los mercados, la lógica de acumulación que reduce a nuestra humanidad a mujeres y hombres incapaces de transformar sus pulsiones, obsesionados por la posesión de bienes materiales y despreocupados por lo inmaterial, que sin embargo es la base de nuestra vida.La gran cuestión que Piketty no se plantea pero que salta a la vista de quien observa las relaciones de poder en nuestras sociedades y la influencia de la oligarquía financiera sobre los Estados, es la siguiente: ¿Qué gobierno, qué G20 decidirá gravar al capital con un impuesto progresivo sin que unos potentes movimientos sociales hayan previamente impuesto el desmantelamiento del mercado financiero mundial y la anulación de las deudas públicas, que son los principales instrumentos del poder actual de la oligarquía? Al igual que David Graeber, pensamos que será necesario imponer la anulación de las deudas bajo «el impulso de los movimientos sociales». Esta es la razón por la que actuamos en el marco del Colectivo de auditoría ciudadana (CAC) con el fin de que la anulación de la deuda ilegítima resulte de una auditoría, en la que la ciudadanía participe como actora. De todas maneras tenemos nuestras dudas frente a la idea de que «el modo de producción actual está fundado sobre principios morales que no son solamente económicos», puesto que «el neoliberalismo privilegió la política y la ideología sobre lo económico». Para nosotros, no hay oposición entre estos tres campos sino que hay un sistema, el neoliberalismo, que los articula a su manera. El capitalismo neoliberal no ha privilegiado la política o la ideología sobre lo económico, las ha utilizado y puesto al servicio de la búsqueda del máximo beneficio, con un cierto éxito hasta ahora, si tomamos en cuenta los datos proporcionados por el libro de Piketty. Por supuesto que este sistema ha engendrado monstruosos desequilibrios —por ejemplo las deudas privadas y públicas— y es incompatible con una futura sociedad emancipada, pero en lo inmediato su dominación se perpetúa.Más allá de las divergencias —secundarias con Graeber, más profundas con Piketty— que acabamos de explicar, estamos listos, por supuesto, a emprender juntos el camino de la anulación de las deudas ilegítimas y del impuesto progresivo sobre el capital. Cuando lleguemos a un cruce, en que una de las vías nos indique la salida del capitalismo, tendremos, todos y todas juntos, que retomar el debate considerando las lecciones sacadas de la experiencia del camino recorrido. Thomas Coutrot es miembro del Consejo Científico de ATTAC Francia, Patrick Saurin es uno de los portavoces del sindicato SUD-BPCE y Éric Toussaint es presidente del CADTM Bélgica.

13 dic 2013

Las crisis posteriores a 'la crisis'

A la sombra de la crisis del euro y del precipicio fiscal en los Estados Unidos, resulta fácil pasar por alto los problemas a largo plazo de la economía mundial pero mientras nos centramos en las preocupaciones inmediatas, siguen agravándose y no por no tenerlos en cuenta dejarán de afectarnos. El problema más grave es el calentamiento planetario.
Si bien los débiles resultados de la economía mundial han propiciado una desaceleración correspondiente del aumento de las emisiones de carbono, representa tan sólo un corto respiro. Y estamos muy retrasados: como la reacción ante el cambio climático ha sido tan lenta, lograr el objetivo de limitar a dos grados (centígrados) el aumento de la temperatura mundial requiere reducciones pronunciadas de las emisiones en el futuro. Algunos indican que, dada la desaceleración económica, debemos relegar la lucha contra el calentamiento planetario. Al contrario, reequipar la economía mundial para luchar contra el cambio climático contribuiría a restablecer la demanda agregada y el crecimiento. Al mismo tiempo, el ritmo de cambio tecnológico y mundialización requiere rápidos cambios estructurales tanto en los mercados de los países en desarrollo como en los de los desarrollados. Dichos cambios pueden ser traumáticos y con frecuencia los mercados no reaccionan bien al respecto. Así como la Gran Depresión se debió en parte a las dificultades para pasar de una economía agraria y rural a otra urbana y manufacturera, así también los problemas actuales se deben en parte a la necesidad de pasar de la manufactura a los servicios.
Se deben crear nuevas empresas, pero los mercados financieros modernos son mejores para la especulación y la explotación que para aportar fondos para nuevas empresas, en particular las pequeñas y las medianas.Además, para hacer la transición hacen falta inversiones en capital humano que con frecuencia las personas no pueden costear. Entre los servicios que las personas necesitan figuran la salud y la educación, sectores en los que el Estado desempeña de forma natural un papel importante (dadas las imperfecciones inherentes a los mercados en esos sectores y las preocupaciones por la equidad).Antes de la crisis de 2008, se hablaba mucho de los desequilibrios mundiales y la necesidad de que países con superávits comerciales, como Alemania y China, aumentaran su consumo. Esa cuestión sigue pendiente; de hecho, uno de los factores de la crisis del euro es el de que Alemania no haya abordado su crónico superávit exterior. El superávit de China, como porcentaje del PIB, ha disminuido, pero aún no se han manifestado sus consecuencias a largo plazo. El déficit comercial total de los Estados Unidos no desaparecerá sin un aumento del ahorro interno y un cambio más esencial en los acuerdos monetarios mundiales. El primero exacerbaría la desaceleración del país y no es probable que se dé ninguno de esos dos cambios. Cuando China aumente su consumo, no necesariamente comprará más productos de los Estados Unidos. En realidad, es más probable que aumente el consumo de productos que no son objeto de comercio –como la atención de salud y la educación–, lo que originará perturbaciones profundas en la cadena mundial de distribución, en particular en los países que han estado suministrando los insumos a los exportadores de manufacturas de China.
Por último, hay una crisis mundial en materia de desigualdad. El problema no estriba sólo en que los grupos que tienen los mayores ingresos estén llevándose una parte mayor de la tarta económica, sino también en que los del medio no están participando del crecimiento económico, mientras que en muchos países la pobreza está aumentando. En los EE.UU. se ha demostrado que la igualdad de oportunidades era un mito. Aunque la Gran Recesión ha exacerbado esas tendencias, resultaban evidentes antes de su inicio. De hecho, yo (y otros) hemos sostenido que el aumento de la desigualdad es una de las razones de la desaceleración económica y es en parte una consecuencia de los profundos cambios estructurales que está experimentando la economía mundial. Un sistema político y económico que no reparte beneficios a la mayoría de los ciudadanos no es sostenible a largo plazo. Con el tiempo, la fe en la democracia y la economía de mercado se erosionarán y se pondrá en tela de juicio la legitimidad de las instituciones y los acuerdos vigentes. La buena noticia es la de que en los tres últimos decenios se ha reducido en gran medida el desfase entre los países avanzados y los países en ascenso. No obstante, centenares de millones de personas siguen sumidas en la pobreza y se han logrado sólo pequeños avances en la reducción del desfase entre los países menos desarrollados y los demás.A este respeto los acuerdos comerciales injustos –incluida la persistencia de subvenciones agrícolas injustificables, que deprimen los precios de los que dependen los ingresos de muchos de los más pobres– han desempeñado un papel. Los países desarrollados no han hecho realidad la promesa que formularon en Doha en noviembre de 2001 de crear un régimen comercial pro desarrollo o la que formularon en la cumbre del G-8 celebrada en Gleneagles en 2005 de prestar una asistencia mucho mayor a los países más pobres.Por sí solo, el mercado no resolverá ninguno de esos problemas. El del calentamiento planetario es un problema de “bienes públicos”. Para hacer las transiciones estructurales que el mundo necesita, es necesario que los gobiernos desempeñen un papel más activo... en un momento en que las exigencias de recortes van en aumento en Europa y los EE.UU.Mientras luchamos con las crisis actuales, debemos preguntarnos si no estaremos reaccionando de formas que exacerban nuestros problemas a largo plazo. La vía señalada por los halcones del déficit y los defensores de la austeridad a un tiempo debilita la economía actual y socava las perspectivas futuras. Lo irónico es que, al ser una demanda agregada insuficiente la causa mayor de la debilidad mundial actual, hay una opción substitutiva: invertir en nuestro futuro, en formas que nos ayuden a abordar simultáneamente los problemas del calentamiento planetario, la desigualdad y la pobreza mundiales y la necesidad de cambio estructural. Texto: Joseph Stiglitz. Recomendado: 5 Crisis financieras que cambiaron el mundo.

12 dic 2013

El fin de la 'HISTORIA'

Desde aquellos tiempos, cuando una visión del mundo se hundía, la reemplazaba otra y, a menudo, la moribunda asistía al nacimiento de la nueva. Con el hundimiento del comunismo nos acercamos, en cambio, a la zona del cero ideológico.
Nunca los intelectuales fueron tan numerosos, ni los sociólogos tan influyentes, ni los científicos estuvieron tan decididos a zafarse de los collares de sus disciplinas, ni los historiadores tan ostensiblemente transformados en gurúes del futuro. Y sin embargo, ni todos juntos son capaces de ofrecernos una nueva Weltanschauung. Se mueren todas nuestras ideologías tradicionales, que postulaban el progreso, el óptimo colectivo y, por lo tanto, el reino del orden. Al mismo tiempo, descubrimos que el mundo físico, la biología, el cosmos y la persona evolucionan según dialécticas de orden y de desorden, incertidumbres e interdeterminaciones. Las ciencias físicas y biológicas se han desembarazado de las clásicas visiones lineales y unívocas; las ciencias humanísticas intentan explicar el caos y la incertidumbre con teorías todavía balbucientes; las ideologías no aparecen por ninguna parte. Por su parte, la muerte del socialismo encarna el final de las filosofías del orden. Se puede decir la muerte del socialismo y no sólo la del comunismo, porque no es solamente un sistema fosilizado el que se hunde, sino también el del marxismo más arcaico, es decir de una concepción frustrada y exclusivamente materialista, que no se produce sin daños colaterales. Con el viejo esquema -la economía es la única infraestructura y todo lo demás (ideas, naciones, culturas y relaciones de fuerza) son simples superestructuras- muere también la economía política de Marx (a pesar de ser uno de los mejores teóricos de la economía de mercado) y todas las ideologías socialistas, es decir todas aquellas ideologías que postulaban que la sociedad tenía capacidad para organizarse por sí misma. El desastre alcanza incluso al mito mismo de la esperanza colectiva. Incluso las socialdemocracias más fuertes se ven privadas de todo substrato teórico, porque su última visión, pasada por el tamiz de la democracia y de las libertades, se refería a una utopía. Ni esperanza ni utopía ni progreso: la mesa está definitivamente vacía. La democracia cristiana no es una filosofía, y una dosificación sutil de altruismo religioso, de generosidad laica y de vago culto a los derechos humanos no será capaz de sustituir a esa escatología socialista. La izquierda no será capaz de llevar adelante una revolución ideológica en ninguna parte. Entonces los analistas se preguntarán: ¿Qué ideología puede dominar de ahora en adelante la acción pública?

Liberalismo y marxismo
Tampoco el liberalismo salió más fortalecido que el socialismo por la desaparición del comunismo. Este le servía de chivo expiatorio y le permitía construirse por reacción y tentados de llevar a su modelo hasta las últimas consecuencias. De ahí el culto a un mercado puro y perfecto que logra su optimización, siempre que domina un país. El fantasma de un orden superior y de una racionalidad última venía exigido por contraposición a la utopía socialista y constituía su anverso absoluto. Paradójicamente, este liberalismo nunca pesó tanto en las decisiones de algunos Gobiernos como en la época en que el marxismo dogmático, comenzaba a vacilar. La lógica de los contrarios hizo que las políticas de Reagan y Thatcher sirviesen de antídoto frente al sovietismo, pero sólo se impusieron en un momento en que el socialismo estaba ya herido de muerte. ¿Cuántas cosas no hemos leído, a este respecto, desde 1989? El fin de la historia, la victoria absoluta del liberalismo, el mercado como el fin último de las sociedades, la desaparición de toda la referencia ideológica concurrente...

Sin embargo, el liberalismo, al perder a su enemigo tradicional, ha perdido a su mejor apoyo. Es evidente que la economía de mercado, como todo el mundo sabe, representa la realidad absoluta de las sociedades: el mercado no es un estado de la cultura -producto de una opción- sino un estado de la naturaleza. Pero hicieron falta décadas, matanzas y todo tipo de dramas para descubrir esta evidencia; sin embargo, una vez dicho esto, también hay que reconocer que el liberalismo está tocado en el ala, porque, desde el momento en que detenta cierta forma de monopolio ideológico, todas las derivadas en relación con lo óptimo le son imputadas. La aparición de bolsas de pobreza de una amplitud tal que amenazan el orden social. La incapacidad para tratar espontáneamente ciertas cuestiones indisolubles, como el empleo. Su ineptitud para hacerse cargo de las necesidades colectivas y la crisis de una economía mundial que ha festejado la victoria absoluta del mercado, dueño también absoluto del noventa por ciento del globo, con la peor recesión que se haya visto desde la guerra. Y lo que es más grave todavía, el arrogante triunfo de los mercados financieros. Un mercado casi infinito, del que no se escapa prácticamente ningún país del mundo. A cada instante, los precios reflejan el equilibrio sin cesar modificado de la oferta y la demanda. Un mercado puro: ningún otro actor ejerce un dominio tan profundo. Un mercado perfecto, porque está abierto a todos los que quieren entrar en él. Pero los resultados no se adecuan a los principios de los teóricos y lo que prevalece no es el orden, sino el desorden. En vez de construir un óptimo, como preconiza la doctrina, los "mercados" producen a veces la dinámica contraria. Desconectados los actores económicos de la realidad –porque menos del cinco por ciento de los intercambios monetarios corresponden a la cobertura de movimientos de mercancías o de servicios, orientados hacia su propio juego– los mercados financieros sólo se mueven por el cebo de las ganancias, lo que sería normal en una economía de mercado si no se tratase de unas ganancias especiales: unas ganancias sin contrapartida económica alguna y que nacen de la simple conjunción, positiva o negativa, entre la opinión de cada operador económico y la opinión, esta sí irresistible, que fabrican todos ellos juntos.

El mercado y sus reglas
De ahí el mito de la especulación. ¡Los especuladores juegan sobre la anticipación que los Gobiernos tendrán sobre sus propias anticipaciones y hacen fortuna con eso! Con el consiguiente riesgo, provocado por este mercado, que es el más puro y perfecto de todos, de desestabilización para las economías que no aguantan este ritmo. Paradójicamente, los anglosajones no quieren admitir en los mercados financieros lo que constituye habitualmente para ellos las señas de identidad del liberalismo: que el mercado y las reglas del Derecho son indisociables, porque el primero sólo funciona eficazmente bajo el control de las segundas. En cambio, cuando se trata de dinero, se niegan a pensar en la más mínima reglamentación a nivel mundial. Los resultados pueden ser devastadores para el liberalismo. ¿Representarán los mercados financieros para el liberalismo lo que el estalinismo encarnó para la ideología socialista? Esta lógica llevada hasta el extremo ejemplifica, con absoluta perversión, la caricatura redistributiva que algún día pagará cara el liberalismo. Todo el mundo sabe que estamos a merced de un accidente financiero muchos más grave que los hemos conocido hasta ahora. Si llegara a producirse, con su cortejo de recesiones en cada país y sus innumerables quiebras, que implicarían la pérdida de confianza de los ahorradores y el paro, los principios liberales serán su primera víctima y no sobrevivirán a los excesos del mercado más emblemático. Pero aun sin llegar a esto, el liberalismo está amenazado por el desencanto. Cada día sus límites aparecen más visibles. Por haberse equivocado y haber pretendido, por mimetismo, ser como el comunismo, un sistema global, se le responsabiliza de todo lo que pasa. ¿La entropía del continente europeo? Es su culpa. ¿Los fenómenos de marginalidad? Su culpa. ¿El desorden internacional? Su incuria. ¿La recesión? Su incapacidad. Si conforme a sus principios originales, el liberalismo se hubiera seguido declarando como el peor sistema explicativo del mundo, habría permanecido al abrigo de estas acusaciones. Es su ambición la que lo pierde: a fuerza de querer servir de salida al comunismo se ha colocado en una situación de debilidad. La caja de herramientas de Adam Smith o de Ricardo no está hecha para explicar el mundo con sus relaciones de fuerza, sus sacudidas históricas y sus conflictos. De esta imprudencia desmesurada nace hoy la decepción. ¡No en vano muchos piensan y dicen ya que tanto el comunismo como el liberalismo están muertos! A menudo, estos enterradores son los mismos que proclamaban, en 1990, con la misma certeza, el triunfo definitivo del capitalismo y del mercado... En realidad, el liberalismo no sirve como sistema global de análisis y, como tal, nunca formará parte del espesor de la historia. Como filosofía del funcionamiento de las sociedades, no tiene futuro. Como ideología del mercado se encontrará con realidades que se le resisten. Si el mercado está en el fondo de la naturaleza de la sociedad, puede funcionar de diversas maneras, desde la más conveniente, bajo el imperio de los principios liberales, hasta la más salvaje, en este caso el modelo ruso de hoy, sin contar con sus variantes estatalistas y autoritarias. Otra ideología de orden que está en sus horas bajas, es la racionalidad de la tecnocracia. La verdad es que jamás pretendió oficialmente un estatus ideológico, pero detrás de esta modestia aparente, ha impregnado las sociedades occidentales, al menos tanto como el liberalismo. El mundo es racional. Todos los problemas tienen solución. Los expertos bien preparados siempre pueden encontrarla. Dotados de un saber así, es lógico que sientan la vocación de dirigir la sociedad... Este es el sofisma que, desde hace décadas, gobierna Occidente. Frente a cuestiones del tipo de las del Oriente Medio, la racionalidad tecnocrática había claudicado desde hacía mucho tiempo. Pues bien, ahora está aprendiendo a capitular en otros terrenos, como ante los cambios inesperados de la opinión pública, ante las reacciones de violencia, ante la resurrección de los fantasmas étnicos y ante otras muchas realidades que le son insoportables. Y de paso ha perdido credibilidad. ¿Quién se atrevería todavía a lanzar profecías sobre el advenimiento de una sociedad técnica y racional, que se regularía simplemente con la inteligencia? Como una ideología binaria que es, se ve condenada por esta razón: porque los nuevos tiempos exigen una ideología de varias dimensiones, con profundidad histórica y que sea capaz de interpretar la complejidad. 
Ciudades para el paroxismo
Privados de nuestras ideologías tradicionales nos arriesgamos a creernos condenados a una nueva barbarie, que nos aparece como el corolario natural del desorden. Esa es la amenaza. Y no sólo vuelven a la superficie las barbaries más clásicas, sino que se añaden otras nuevas: los fallos de la biología, las víctimas de la ciencia, las heridas del medio ambiente, la insoportable forma de vida urbana llevada hasta su paroxismo en muchas ciudades, las nuevas pobrezas... Para los espíritus negativos, el terreno está abonado para un pesimismo sin límites. Y eso no sería grave ni sorprendente si dispusiésemos de una verdadera armadura intelectual e ideológica. Las creencias en el progreso, la convicción de que existe un óptimo, la certeza de avanzar hacia una sociedad mejor regulada son otros tantos antídotos –que hoy no tenemos– contra el desorden. Nuestro tiempo, abandonado a sí mismo, se arriesga a vagar de las decepciones ideológicas a las nuevas barbaries y de las nuevas barbaries a las doctrinas dañinas. Además, para llenar este vacío no basta con la resurrección del nacionalismo, aún bajo su apariencia más respetable. Incluso cuando no es la expresión de una razón instintiva, el nacionalismo no es capaz de dar respuestas y deja multitud de cuestiones sin solucionar... Pasar del internacionalismo optimista al sueño de la nación protectora es una cómoda huída hacia adelante. Dado que las naciones supieron resistir al comunismo, ¿no será que son portadoras de la mayoría de las virtudes? ¿Por qué, entonces, no ver en ellas la comunidad de base, la referencia última, la respuesta natural? Aún a costa de no saber explicar muy bien la relación entre las patrias familiares, regionales, nacionales y europeas, no conviene buscar soluciones en los reflejos del pasado. Antaño, con su comunidad de base y Dios, el individuo estaba armado para afrontar un mundo sin perspectivas de progreso. Desaparecidas estas referencias, el mito del progreso las reemplazó. Condenado a su vez –lo que hace que suene la campana mortuoria de los Tiempos Modernos, con los que se identificaba– es imposible recorrer el camino a la inversa. Dios vuelve en forma de fanatismo y de irracionalidad. Por otra parte, la comunidad de base se pretende el único anclaje posible para el individuo, cuando es incapaz de aprehenderle en toda su diversidad. Inútil buscar, pues, en esta dirección nuevos mitos fundadores, salvo el de llevar la idea de nación hasta sus últimas consecuencias y pasar de un nacionalismo de la razón a un nacionalismo belicoso, añadiendo, de esta forma, nuevos fermentos de desorden al que ya nos amenaza. Y tampoco sirve de nada refugiarse detrás de las "leyes" de la historia. Aunque se trate también de una tentación tan natural como la otra. Si el mundo no está dominado por la idea de progreso y, dado que no puede ser indescifrable -postulado de partida- tienen que existir leyes más o menos ocultas de la historia. Con varias variantes. La primera, la variante determinista, supone que la historia avanza de una forma más bien positiva y, si al progreso se le echa de casa por la puerta, intentará entrar por la ventana. La segunda variante, marcada por el escepticismo, postula el principio de la repetición: la naturaleza humana es intangible y, por lo tanto, las situaciones no cesan de reproducirse y la historia se contenta con registrar esta permanencia, a costa incluso de camuflarla, mintiendo sobre las circunstancias y las personas. La tercera variante, que pretende ser la heredera del indeterminismo triunfante en las ciencias físicas, admite que la historia es, esencialmente aleatoria, que las constantes son menos numerosas que las bifurcaciones, que la incertidumbre domina, y que los hombres no tienen poder sobre ella. Se trata de la resurrección de un mundo intelectual dominado por el lenguaje de las ciencias humanísticas y por el bueno y viejo fatalismo. Por otra parte, las sociedades contemporáneas no facilitan mucho la tarea de los que buscan una nueva ideología. Y es que no pueden escapar al misterio de que las sociedades están hechas para sí mismas, de que son su propia finalidad. Es revelador, en este sentido, el auge de la opinión pública, pero si los sondeos de opinión desaparecieran repentinamente de la escena, ¿qué quedaría de ella? Porque son ellos los que postulan su existencia y una vez planteado este presupuesto, la miden y la valoran. Sin los sondeos, la opinión pública sería inaprensible. Es cierto que, fieles a una maniobra que les ha salido bien desde hace décadas, los medios de comunicación tienden a encarnar a la opinión pública, lo que sin duda es más confortable que confesar abiertamente su deseo de influir sobre ella. Pero no podrían librarse tan fácilmente a ese juego si esas inmensas baterías de cifras no viniesen regularmente a proporcionar la tensión, el pulso y los otros mil parámetros explicativos de la salud del enfermo. La renovación ideológica La opinión ha segregado, evidentemente, sus gurúes, sus oráculos y sus sacerdotes, encargados de afirmar su existencia con tanta mayor seriedad cuanto que de ella depende su sustento. Una vez establecido el mito, las élites no tienen más que capitular: deben ejecutar lo que la opinión desea. Formar un todo con ella, ésa es la máxima fundamental. Llevada hasta el extremo, esta aproximación desemboca en el discurso que afirma que las únicas reformas al alcance del hombre público son las que la opinión pública haya ya aceptado. Esta es otra forma de alcanzar el grado cero de la política. Siguiendo esta filosofía, no queda sitio ni para los pedagogos, ni para los hombres de Estado ni para los hombres de influencia. La opinión pública es. ¿Cuánto hace que no vemos establecerse un postulado con tanta certeza? La economía ya no se permite tales arrogancias, ni la reflexión filosófica, ni siquiera las teologías más modernas. Si la opinión es, no queda otra alternativa que someterse a ella. Convertida en un animal social, la opinión pública no predispone a una renovación ideológica. Y, además, habría que saber de dónde viene, a dónde va, con qué sueña y qué tolera. Medir sus vibraciones no indica ni sus aspiraciones ni sus conflictos internos ni, a pesar de las apariencias, su dinámica. A través de ella, es la misma sociedad la que se convierte en inaprensible. ¿Cuáles son, en efecto, sus resortes, sus pulsiones y sus tensiones? Las encuestas y las estadísticas no nos dicen apenas nada de todo esto. Una sociedad así no facilita el aggiornamento ideológico, porque a fuerza de identificarse con esta pseudo opinión se convierte en un no ser. No será, pues, ella la que, voluntariamente, dé a luz una nueva visión del mundo. Con su tendencia a reducirlo todo al mínimo común denominador, nuestra sociedad empuja hacia los pensamientos débiles, las ideas tranquilizadoras y las filosofías del status quo. A fuerza de practicar esta extraña forma de narcicismo colectivo con el que se identifica el culto a la opinión pública, las sociedades contemporáneas prohíben la desviación, la originalidad y la creatividad. Y ya no tienen ni dioses ni mitos ni símbolos, sólo tienen, en el mejor de los casos, deseos en forma de cifras. Y esto, evidentemente, no fabrica el más dinámico de los seres sociales y tales sociedades presentan también una formidable capacidad de absorción. Tragan los traumatismos, los cambios y las tensiones de todo tipo con una increíble naturalidad. Han desaparecido de ellas los fenómenos de rechazo. En el fondo, no existe ni siquiera una verdadera oposición política. Y es que, al final todo se recupera, se recicla, se reutiliza y se regenera... Si los intelectuales han desaparecido del debate público, no es únicamente por su deseo de expiar sus errores pasados ni por un desinterés repentino sobre la cosa política, sino tal vez porque la sociedad ya no es "pensable", lo que los priva de sus fondos de comercio tradicionales. Hoy, la representación se termina y cae el telón. En fin, pareciera ser que el fin de los Tiempos Modernos no dará lugar al nacimiento de una filiación intelectual, como en la época de las Luces. Los síntomas de una evolución ideológica no aparecen por ninguna parte. No se nota la floración de ideas nuevas que nacen simultáneamente en varios lugares, ni agitación cultural, ni debates contradictorios. No se vislumbra por ningún sitio la cristalización de una nueva cosmovisión, de ningún sistema global coherente. Tenemos, pues, que construirnos una caja de herramientas conceptuales, hecha de material de desecho, pero que nos permita atravesar los períodos de fuerte turbulencia. Veamos cuales podrían ser: El mercado que es un estado inherente a la naturaleza de la sociedad, pero el deber de las élites consiste en convertirlo en un estado inherente a la cultura de la sociedad. Sin normas jurídicas que lo controlen, tanto en las sociedades desarrolladas como en las demás, termina por caer en la ley de la selva, en brazos del más fuerte, al tiempo que fabrica segregación y violencia. Negarlo es una idea contra natura, dado que hace cuerpo con el funcionamiento más primario de las sociedades, tal como lo ha probado el comunismo hasta la saciedad. Pero, al contrario, hay que tener siempre presente que, librado a sí mismo, termina llevando sus propios excesos hasta sus últimas consecuencias. La historia que no se repite mecánicamente, pero, como dicen los físicos, fabrica constantes. Constantes en el comportamiento, constantes en los riesgos y constantes en las actitudes. Conocerlas es uno de los escasos medios que tenemos, no para conjurar las incertidumbres, sino para prepararnos para su llegada. Las crisis no se prevén, pero la comprensión de las que ya se han producido constituye el mejor entrenamiento posible para hacer frente a las nuevas. La realidad porque una parte cada vez mayor de ella e resiste al control de las instituciones y de los Estados tradicionales. Saberlo no significa aceptarlo, sino que obliga a las élites responsables a tener muy presentes los límites de su acción. Y es que tienen que ser plenamente conscientes de que se les escapa un campo cada vez mayor, tanto en el interior de sus fronteras nacionales como en el exterior. Las situaciones inestables, que tienden a degenerar por naturaleza. La entropía no siempre fue una fatalidad. Cuando existían sistemas de poder sólidos e ideologías conquistadoras, incluso podía desaparecer. En cambio, una vez caídas sus vallas protectoras, se convierte en una ley natural. Además, la inestabilidad se agrava sobre todo en la escena internacional. De ahí la imposibilidad de que los responsables lúcidos apuesten por el status quo o por la inactividad. Al contrario, hay que dar pruebas de una energía y de una imaginación desmesuradas para evitar que se desencadene un engranaje fatal. Ni principios culturales, ni económicos… El mundo, que ya no nos va a regalar principios sólidos de cohesión. Ni principios religiosos. Ni principios imperiales, ya que no existe una potencia susceptible de marcar, ella sola, el ritmo al resto del planeta y de hacer plegarse a los demás a su propio modelo. Ni principios ideológicos: la idea de progreso como última ratio no tendrá herederos. Es evidente que el progreso no ha desaparecido, y menos la creencia en él, pero ésa es ya una convicción más entre otras muchas que se ofrecen en el mercado de las ideologías. Ni principios culturales, ya que el modelo americano manipula los símbolos, como si fuese un modelo dominante, pero zonas enteras del mundo, como Asia, todavía se le resisten. Ni principios económicos: las realidades industriales y financieras tienen que cohabitar de nuevo con hechos históricos y dinámicas estratégicas que les impiden determinar, por sí solas, el funcionamiento de nuestras sociedades.¿Cómo actuar teniendo en cuenta la caja de herramientas con la cual contamos? ¿Qué hacer? Transformémoslas en principios que reunidos nos permitan fundamentar una acción en nombre de todos los resortes posibles del alma. Se trataría, en efecto, de principios que no son extraños ni para los que se reclaman partidarios de una esperanza o de una convicción profunda en el progreso de la sociedad ni para los que sólo se mueven por el egoísmo, ni para los que se movilizan únicamente en nombre del pesimismo activo. Tal vez pudiéramos identificarlos con la propuesta de Albert Camus cuando reclamaba "un pensamiento político modesto liberado de todo mesianismo y desembarazado de la nostalgia del paraíso terrestre", en el nombre de un "optimismo relativo" que se parece, a su manera, a nuestro pesimismo activo. En lo que concierne a la misma acción, tendrá que irse modificando al filo del tiempo igual que nuestra visión del mundo, teniendo en cuenta que los principios fundadores se han volatilizado. Asi las cosas, gobernar consistirá, ante todo, en practicar el arte del timonel, es decir dirigir menos a los demás y dirigirse más a uno mismo en medio de una serie de obligaciones y de efectos indirectos. Y es que, como es bien sabido, todo acto termina por escabullirse de las manos de su autor, provocando reacciones imprevisibles, lo que hace imposible que nos sigamos fiando de los viejos métodos de objetivo, proceso y medios. Los efectos perversos dominan cada vez más a los efectos directos, las reacciones sobre las acciones iniciales y los accidentes inesperados sobre los conflictos esperados. Las brújulas han cambiado de dirección, con lo imprevisto en vez del progreso como telón de fondo.Tener autoridad supone tener en cuenta los efectos múltiples, ser capaz de reaccionar a la más mínima señal de alerta y de modificar la trayectoria a las primeras perturbaciones. Y esto no tiene nada que ver con la vieja búsqueda de consenso de antaño. Este, en efecto, postulaba, en cada etapa, un compromiso entre dos fuerzas antagonistas, que, una vez obtenido, era suficiente para mantener la iniciativa. Hoy, las fuerzas antagónicas apenas son discernibles. Un acuerdo entre ellas sería siempre aleatorio y frágil, al tiempo que resultaría inconcebible la inmovilidad que termina siendo siempre el fruto del consenso. Una autoridad demasiado tradicional traería consigo efectos secundarios que serían dramáticamente contrarios a la maniobra. Una tendencia demasiado acentuada en aceptar los feed-back conduciría rápidamente a la impotencia. Lo que resulta es, pues, un arte extraño hecho de firmeza y de flexibilidad, de rigidez y movilidad, en perpetuo movimiento y, al mismo tiempo, inflexible sobre algunos puntos fundamentales. Tiene que hacer suyo un doble imperativo que en los tiempos de las ideologías del orden no era tan necesario: imaginación y gusto por el riesgo. Si bien la acción política clásica está infravalorada, al igual que las filosofías basadas en el progreso, al mismo tiempo, la ambición política parece todavía más indispensable para poder luchar contra los riesgos de la entropía, pero no encuentra base alguna teórica o ideológica, si exceptuamos algunos reflejos de sentido común. Desde este punto de vista, el final de los Tiempos Modernos es una curva difícil de tomar. Multiplica las ilusiones y las huidas hacia adelante mientras exige a los responsables una ascesis permanente. Ascesis relacionada con la imposibilidad de apoyarse sobre una Weltanschauung optimista. Ascesis nacida de la obligación de actuar en nombre de una visión poco motivadora: el pesimismo activo. Ascesis indisociable de un deber moral de las élites que no encuentra su fundamento en ninguna religión revelada. Ascesis acentuada por la conciencia de que un mundo complejo e ingobernable exige no cruzarse de brazos sino intervenir más. Alain Minc, texto escrito en 1994. Ver: Capitalismo y crisis económicas.

10 dic 2013

Una Constitución en la encrucijada

Los años transcurridos, cuando acaban en cero, o cuando acaban en cinco, llaman al recuerdo, a la conmemoración. Convocan la memoria, la evocación del tiempo transcurrido, el camino andado, el momento que fue y el que está por venir. Pueden convertirse en un jetztzeit, al más puro estilo Walter Benjamin.
 Un tiempo del ahora, que rompe el curso continuo de los acontecimientos, cargado de energía y dispuesto a dar un salto hacia el futuro. Pueden convertirse, que nadie se ofenda (que anda el personal muy crispado), en momentos revolucionarios, cargados de transformaciones profundas. 35 años de Constitución Española, no son una cifra tan redonda como 25, o 50, pero bien podrían constituir un tiempo-ahora, como me recordaba recientemente Jesús Montero, al comentar un artículo mío sobre Camus y rememorar los 25 años transcurridos desde la Huelga general del 14-D.
 Y sin embargo, atenazados como estamos por una crisis económica, de empleo, política y social, nadie parece excesivamente interesado en conmemorar la Constitución. Como si pensáramos que hacerlo puede aún empeorar la ya irrespirable situación. 
El país parece entregado a la autoinmolación en aras de satisfacer a los más ancestrales demonios, que nos han devorado, cada cierto tiempo, a lo largo de nuestra historia, obligándonos a largos, duros y costosos procesos de renacimiento y reconstrucción, emergiendo de las cenizas.
 
La eterna derechona inclemente, que transigió a regañadientes con el advenimiento de un régimen constitucional, ha encontrado en la crisis, la coartada perfecta para desmontar la igualdad  aún incipiente e imperfecta que, con tanta persistencia y sacrificio, hemos ido construyendo. Vuelve por sus fueros el nacionalcatolicismo a las escuelas y se extinguen las becas y ayudas a los estudios. Vuelve Torquemada a perseguir el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, sobre su embarazo. Vuelven a expoliar los recursos de todos, para ponerlos a los pies del dios mercado, al servicio de los intereses privados. Vuelven nuestros mayores a la indigencia y la soledad.
 Vuelve la justicia a ser de pago. Vuelven los jóvenes, más preparados que nunca, a hacer las maletas y emigrar al extranjero. Y los que se quedan, serán la primera generación que viva peor que la anterior, desde hace muchas décadas. Porque de eso se trata. La precariedad, la temporalidad, lo efímero, la inseguridad como forma de vida y horizonte de futuro. La modernidad de diseño que nos deparan. 
Vuelve la criminalización de la protesta. Vuelve la hipocresía del empresario “buen salvaje”, que explota hasta el hastío a sus trabajadores y recoge alimentos para los mismos trabajadores que acaba de despedir, ahora convertidos en pobres que aguardan en la cola de la beneficencia. Vuelven las organizaciones de caridad, que no de justicia, que suplen temporal y precariamente, el hueco dejado por unos servicios públicos debilitados. Vuelven los ataques al sindicalismo. Si un despacho de abogados negocia un ERE en nombre de la empresa y cobra sus abultados honorarios, estamos ante profesionales. Si los abogados y economistas del sindicato intervienen y cobran un pequeño porcentaje que nada tiene que ver con los costes de los despachos “profesionales”, están robando a todos los ciudadanos. Si la editora de El Mundo, o de La Razón, o de ABC, organizan cursos para altos ejecutivos, a 3000, a 6000 euros, y los bonifican con recursos de todos los trabajadores extraidos de la Fundación Tripartita, y obtienen cuantiosas subvenciones y tapan sus agujeros financieros sangrando a Ministerios, a Comunidades Autónomas, Ayuntamientos, Universidades, el silencio es absoluto. Si los sindicatos organizan cursos, mucho más modestos, pero más pegados a las necesidades formativas de los trabajadores, de las personas paradas y del común de los mortales, son ladrones y ocupan portadas en esos mismos periódicos. El silencio es absoluto, entre otras cosas porque perro no come perro. Entre otras cosas, porque una corte de tertulianos bien pagados y alimentados, viven de despotricar, contra los sindicatos y contra la izquierda, en las tertulias de las mismas televisiones que propiedad de esos mismos grupos editores de los periódicos. Televisiones que les han sido concedidas por amigos bien situados en la política. Amigos que tendrán su puesto asegurado en los consejos de administración, cuando decidan utilizar la puerta giratoria que conecta la política con la empresa. Y no quiero decir, con todo esto, que los sindicatos y la izquierda, hayamos hecho todo bien en este país. La burbuja inmobiliaria, que trajo la ley del suelo del inefable Aznar, era mucho más que una burbuja de especulación inmobiliaria. Era especulación bancaria, Era fijar precios a la carta. Era con IVA o sin IVA. Era tener derechos sin deberes. Era depredar el territorio, las costas, los espacios protegidos. Era envilecer a las personas. Era espejismo de crecimiento sin fin. Era pelotazo infinito. Era consumo descabellado. Era vivir a crédito. Decía mi padre, que vivió y murió en la pobreza, 'Que no me pongan donde haya'. A lo largo de la ultima década y media, todo parecían oportunidades y el que no las aprovechaba, podía pasar por tonto. También habrá habido sindicalistas que han picado ese anzuelo. No conozco, sin embargo, nadie que se haya hecho rico y haya amasado fortunas en el sindicato. Pero si alguno ha incurrido en ilegalidades, merece pagarlo. Estoy seguro de que cuando echemos cuentas de la locura que vivió este país y las consecuencias que trajo consigo, podremos comprobar que los sindicalistas aportaron una ínfima parte de esa locura. Quienes hoy deterioran lo público, la sanidad pública, la enseñanza pública, los servicios sociales, las pensiones. Quienes hoy atacan a los partidos políticos, a los sindicatos, a las instituciones públicas, degradando su credibilidad, preparan el asalto al Estado, para apropiarse de lo que es de todos, en beneficio de intereses privados. Sin control alguno, sin testigos. Con todo, la Constitución que construyeron quienes hace 35 años asumieron la responsabilidad de acabar con una dictadura, en un momento de crisis económica mundial que devoraba empleos, salarios, empresas, tiene poco que ver con la corrupción, con la destrucción de derechos laborales y sociales, con el paro, con las tensiones políticas, con el robo de lo que es de todos para ponerlo a los pies de los mercaderes,con la fractura social que se está generando. Más bien al contrario, releer la Constitución, que comienza definiéndonos como un Estado Social y Democrático de Derecho, puede ayudarnos a tomar conciencia de ese tiempo-ahora que nos toca vivir. Un tiempo que rompe la secuencia de los últimos 35 años y nos sitúa ante el despeñadero, o ante la voluntad de negociar un nuevo contrato social que asegure los derechos sociales y de ciudadanía, sin los cuales no hay país, no hay patria, no hay futuro. Hoy, la Constitución es nuestra última esperanza.Javier López, Presidente del Ateneo 1º de Mayo.

9 dic 2013

Dos constituciones, ¿dos españas?

La situación económica ha puesto de manifiesto una profunda crisis institucional que cuestiona las bases del sistema político nacido con la Constitución de 1978. En un momento en que agentes y entidades al servicio del mercado campan a sus anchas en el espacio público, la ciudadanía se siente más desamparada que nunca. Máxime cuando vuelve la mirada hacia la norma fundamental del sistema jurídico, la Constitución, y no encuentra allí instrumentos que defiendan los derechos fundamentales o la participación ciudadana en los asuntos públicos.
La crisis no ha hecho sino agravar los déficits estructurales del sistema constitucional español desde la Transición, un sistema que sentó las bases para la sociedad desigualitaria, individualista, machista, poco participativa y nada sostenible en la que hoy vivimos. En este contexto resulta imprescindible volver la mirada hacia la experiencia republicana y su Constitución, la primera experiencia democrática en la España del siglo XX. No para rememorar un pasado que nunca volverá, sino como prueba de que es posible articular un sistema jurídico-político basado en los valores de compromiso democrático, libertad, responsabilidad y justicia social.

Ruptura vs reforma

1931.La República nace con la vocación de transformar radicalmente la realidad de la España que se encontraron y construir una sociedad moderna identificada con la democracia, la libertad, los derechos humanos y la justicia social. Los republicanos eran conscientes de que ello exigía un cambio radical de actitudes, comportamientos y prácticas ciudadanas y utilizaron la Constitución como instrumento desde el que llevar a cabo esta labor. 1978: La Constitución nació como un texto de transición. Bajo el escaparate de una democracia formalmente representativa en el marco de una economía capitalista, su articulado permitió que conservaran sus privilegios quienes durante la dictadura controlaron los resortes de los poderes políticos, económicos y mediáticos.

Democracia vs genética

1931. La creencia de la República en la democracia y en la voluntad ciudadana se manifiesta ya desde la elección del jefe del Estado –el presidente de la República–, sometida al principio de soberanía popular que preside de inicio a fin el texto republicano. 1978: Una Constitución que se reclama democrática y basada en el principio de soberanía nacional, pero que después somete la jefatura del Estado a las leyes de la genética. Deja al margen de la voluntad popular una cuestión tan importante y simbólica como la elección del jefe del Estado. El desprecio a la democracia es tan grande que el rey ni siquiera ha llegado a jurar nunca la Constitución (y sí, por dos veces, las leyes fundamentales franquistas).

Parlamento vs gobierno

1931.La República recogió los cánones principales del parlamentarismo que se había desarrollado en la Europa de entre guerras. Su texto constitucional dejó bien claro la preeminencia del poder legislativo, en cuanto expresión de la voluntad general, frente a las atribuciones del poder ejecutivo o gobierno. Se concebía el parlamento como centro de la vida política y como instancia de control del gobierno.
1978: Bajo la excusa de terminar con los “excesos” del parlamentarismo, la Constitución configuró una democracia de baja intensidad en la que despreció los mecanismos parlamentarios efectivos de control del gobierno, limitó la moción de censura y redujo a su mínima expresión la iniciativa legislativa popular. Consolida un gobierno fuerte frente a un parlamento débil.

Participación vs representación

1931. La República extendió la democracia mucho más allá de los estrechos márgenes de los partidos políticos. Se constitucionalizó por primera vez en España el referéndum legislativo, que permitía al pueblo decidir sobre las leyes votadas en el parlamento. Se apostó por el jurado como mecanismo de participación ciudadana en la administración de justicia. 1978: Se rechazó incluir en el texto constitucional aquellas medidas que avanzaban hacia la democracia directa, auténtico temor de los constituyentes. Se consolidó un sistema electoral tendente al bipartidismo, y se estableció un sistema de reparto de cargos institucionales (Defensor del Pueblo, magistrados del Tribunal Constitucional, etc.) para los dos partidos mayoritarios.

Laicidad vs confesionalidad

1931. La República constitucionalizó un Estado laico, que enmarcara la cuestión religiosa a la esfera privada y que terminara con el poder que la Iglesia católica -reaccionaria y antidemocrática- había mantenido durante épocas pasadas. Las confesiones religiosas pasaron a tener el estatuto de asociaciones, limitadas exclusivamente a las actividades relacionadas con el culto, y se las obligó a cumplir las normas tributarias del país y ajustarse al principio de autofinanciación.
1978: Tras ser la jerarquía de la Iglesia católica uno de los pilares básicos de la dictadura, la Constitución nacida de la transición consagró el principio de aconfesionalidad del Estado. Fue esta una fórmula pensada para que la Iglesia católica pudiera tener una relación preferente con los poderes públicos, como se manifiesta en el hecho de que el Estado –es decir, todos, católicos y no católicos– financie sus actividades. La Constitución mantiene los privilegios económicos, fiscales y jurídicos de la Iglesia católica.

Derechos vs retórica

1931. La República planteó un amplio catálogo de derechos, extendiéndolo a ámbitos históricamente privados, como el matrimonio, la educación, la familia, el trabajo o la economía. Prueba de esta vocación de ampliar derechos fue la cuestión de la igualdad de género. Se instauró el voto femenino, el matrimonio civil con plena igualdad de derechos y deberes de los cónyuges o el divorcio, entre otras medidas tendentes a romper con la sociedad patriarcal. 1978: Los constituyentes fueron incapaces de garantizar algo más que un catálogo de derechos liberales. Derechos sociales como el trabajo o la vivienda se incorporaron en el texto como meros principios rectores de la política social y económica, sin posibilidad de ser demandados ante los tribunales. Tales derechos quedan subordinados a la proclamación constitucional de la “economía de libre mercado”, eufemismo bajo el que calificar al sistema capitalista.

Educación pública vs educación concertada

1931 Se garantiza el carácter obligatorio de la educación básica, pública y gratuita. A raíz de esta proclamación constitucional, se llevó a cabo el mayor esfuerzo económico en este ámbito por parte del Estado de la historia de España. Se constitucionalizó la laicidad de la enseñanza, prohibiendo su ejercicio a las órdenes religiosas. 1978 Se reconoce el derecho a la educación. Junto a ello se estableció un subterfugio para que el Estado, detrayendo fondos público para financiar a la educación privada: los colegios concertados. Es la derrota del modelo de enseñanza pública y laica de raíz republicana frente al poder de la Iglesia católica, que además ha mantenido que se imparta la asignatura de religión también en los colegios públicos.

Una diferencia esencial: un instrumento de futuro vs un arma para blindar el pasado

1931: La Constitución republicana es un instrumento de futuro en la medida en que demuestra cómo es posible articular una propuesta de cambio radical de la sociedad en términos progresistas. Debemos releerla y aprender de su texto y espíritu a la hora de conseguir la necesaria hegemonía social, cultural y política que requiere enfrentarnos a un futuro proceso constituyente. 1978: Bajo las palabras de la Constitución resuenan todavía demasiados ecos franquistas. Su silencio respecto al pasado republicano es una buena prueba de que la sombra del franquismo influyó en su articulado. Hoy, no es un instrumento útil desde el que construir la sociedad igualitaria y democrática que necesitamos. Rafael Escudero. Recomendado: UNA CONSTITUCIÓN EN LA ENCRUCIJADA

3 dic 2013

Crisis, deuda y déficit

Noticias de un día cualquiera. El partido del gobierno en España rechaza el Impuesto a Transacciones Financieras; impone una ley de régimen local que suprime servicios municipales imprescindibles para millones de ciudadanos. La ministra de Sanidad contrata a un corrupto imputado para implantar la gestión privada en hospitales del ministerio. Privatizan el agua.
Las 35 mayores empresas de España pagan 500 millones de euros menos en impuestos aunque el año anterior ganaron más. El Gobierno aprueba un regalo de 30.000 millones a la banca. El Gobierno justifica que los bancos no den crédito, porque han de velar por la solvencia de sus clientes. Los pensionistas perderán 33.000 millones en 8 años. Más vueltas de tuerca en la aplicación de la reforma laboral. El FMI amenaza con más “ajustes significativos” para reducir la deuda... Sin olvidar la reducción presupuestaria, los recortes en educación, el aumento del paro, de la precariedad, la pobreza y la desigualdad... El remate es la nueva ley de seguridad ciudadana. Muchas protestas sociales serán tratadas como delitos.Louis Brandeis, juez de la Corte Suprema de Estados Unidos, lo dejó muy claro: “Podemos tener democracia o riqueza concentrada en pocas manos, pero ambas cosas no”. Banca, corporaciones, grandes fortunas y Gobierno han elegido la riqueza para la minoría. Para ellos. Lo logran saqueando a la ciudadanía. Y con represión para impedir la respuesta cívica, la acción de los trabajadores. Por eso las concentraciones frente al Congreso,. los escraches junto a viviendas de políticos o grabar y difundir imágenes de policías en acción serán castigados con multas de hasta 600.000 euros. Y con penas de prisión de hasta cuatro años. Sorprendente, porque según Gonzalo Moliner, presidente del Tribunal Supremo, los escraches son “un ejemplo de libertad de manifestación”. Pero a esta gente no les importan las libertades: son obstáculos a derribar.
Como afirma el magistrado Joaquim Bosch, portavoz de Jueces para la Democracia, “para el Gobierno del PP el ciudadano que protesta es el enemigo”. Y para Margarita Robles, magistrada del Tribunal Supremo, ésta ley prosigue la vulneración de derechos propia de este Gobierno. Además, esgrimir seguridad es un burdo pretexto, porque “en España no hay problema de seguridad”, afirma Robles. La criminalidad ha disminuido regularmente sin cesar en los últimos años. España tiene uno de los índices de criminalidad más bajos de la Unión Europea, según datos del propio Ministerio de Interior. Y, si hablamos de protestas sociales, hay confrontación con la policía en otros países (Grecia, Italia), pero no en España. El movimiento ciudadano es pacífico y pacífica es la desobediencia civil. Incluso la policía critica esa ley. José María Benito del Sindicato Unificado de Policía denuncia que, simulando amparar a los policías, la nueva norma sólo protege a “la casta política”. Por eso criminaliza protestas frente a sus domicilios o manifestaciones frente al Congreso. Y la Coordinadora de ONG de Desarrollo expresa su preocupación por una normativa que considera “delito de integración en organización criminal” convocar una concentración de protesta por Internet en la que pudieran producirse incidentes violentos al margen de la intención y voluntad de quien convoca. El colmo es considerar “delito de atentado contra la autoridad” la resistencia activa pacífica. Ésta gente encarcelaría al mismísimo Gandhi. Tienen una lógica totalitaria impecable. Saquear y la consiguiente represión de la ciudadanía que reacciona contra el pillaje. Como bien expone Carlos Martínez, de ATTAC Andalucía, “estamos ya en una pre-dictadura real y no somos conscientes de la gravedad de la situación. Se ataca el derecho de huelga, las libertades de expresión y manifestación y se prepara una ley represiva que permitan al poder y a los poderosos recortar, privatizar y despedir masivamente, acallando la protesta y oposición ciudadanas”..Ante el rechazo social a la ley de seguridad, el Gobierno dice ahora que es solo un borrador y Rajoy ha ordenado “suavizarla”. Es posible pararla, si la ciudadanía se mueve. Y una reflexión de Luther King para aclarar dónde estamos: “Nunca olviden que todo lo que hizo Hitler en Alemania era legal”. Porque lo irrenunciable es la legitimidad de la que este gobierno no conserva ni gota. ¿Podemos frenar esa ley franquista y también el saqueo? Como afirma Mandela, “siempre parece imposible hasta que se logra”. Xavier Caño Tamayo es periodista y escritor.