19 ene 2013

Fin del capitalismo (1 de 2)


Próximamente aparecerá el libro que lleva por título “¿Fin del capitalismo? Nuevas formas de explotación, nuevas ideas para la lucha. Sembrando utopía”. Se trata de un conjunto de 14 ensayos de 10 autores diversos, de distintos países (Cuba, Venezuela, Argentina, España, Costa Rica, México, Estados Unidos), los cuales tienen un hilo conductor: son preguntas sobre la situación actual del capitalismo (¿está en crisis, agoniza, o está más fuerte que nunca?) y reflexiones sobre las nuevas ideas que se plantean para la lucha revolucionaria, haciendo un análisis crítico de lo que ha sido el socialismo hasta la fecha. A modo de adelanto, presentamos aquí su Introducción y sus Conclusiones.
Introducción

Algunos años atrás, no muchos, parecía -o, al menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de la revolución socialista era inexorable. El mundo vivía un clima de ebullición social, política y cultural que permitía pensar en grandes transformaciones. Entre las décadas del 60 y del 70 del siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos a largo plazo, en sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y contestatarias barría en buena medida la sociedad global: radicalización de las luchas sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y del movimiento tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos lugares con el Mayo Francés de 1968 como bandera, aparición y radicalización de propuestas revolucionarias de vía armada, movimiento hippie anticonsumista y antibélicista, incluso dentro de la iglesia católica una Teología de la Liberación consustanciada con las causas de los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de distinta índole y calibre (por los derechos de las mujeres, por la liberación sexual, por las minorías históricamente postergadas, por la defensa del medioambiente, etc.) que permitían entrever un panorama de profundas transformaciones a la vista. Para los años 80 del siglo pasado, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un despertar de mayor justicia, no era quimérico: se estaba comenzando a realizar. Hoy, tres o cuatro décadas después, el mundo presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad más justa es denigrada por los poderes dominantes y presentada como rémora de un pasado que ya no podrá volver jamás. “El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen”, es la expresión triunfante de ese capitalismo que, en estos momentos, pareciera sentirse intocable. Lo que se pensaba como un triunfo inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir esperando por ahora. El sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, anónimo equivocadamente atribuido a José Zorrilla. Las represiones brutales que siguieron a aquellos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo cuando se imponían los planes de capitalismo salvaje eufemísticamente conocido como neoliberalismo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de desmovilización, de parálisis, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada. La historia continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente. Ahí están nuevas protestas y movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes y nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual, las luchas por territorios ancestrales de los pueblos originarios, el movimiento ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el “pobretariado”, como lo llamara Frei Betto). Hoy día, según estimaciones fidedignas, aproximadamente el 60% de la población económicamente activa del mundo labora en condiciones de informalidad, en la calle, por su cuenta (que no es lo mismo que “microempresario”, para utilizar ese engañoso eufemismo actualmente a la moda), sin protecciones, sin sindicalización, sin seguro de salud, sin aporte jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y dedicando más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral. “El amo tiembla aterrorizado delante del esclavo porque sabe que, inexorablemente, tiene sus días contados”, podría decirse con una frase de cuño hegeliano. Eso es cierto, al menos en términos teóricos: el sistema sabe que conlleva en sus entrañas el germen de su propia destrucción. La lucha de clases está ahí, y la posibilidad que las masas oprimidas alguna vez despierten, abran los ojos y revolucionen todo (¡como ya lo han hecho varias veces en la historia!), está presente día a día, minuto a minuto. Por eso y no por otra cosa los mecanismos de control del sistema están perpetuamente activados, mejorándose de continuo. Pero hay que reconocer que hoy, en este momento, este combate (combate que es sólo un momento de una larga guerra) no lo viene ganando el campo popular. Hoy, caído el muro de Berlín y tras él el sueño de un mundo más justo, el gran capital sale fortalecido. El capitalismo como sistema, aunque le tenga terror a la posibilidad de estas “explosiones” de los desposeídos, sabe cada vez más cómo controlar. ¡Y sin lugar a dudas, controla muy bien! La esencia misma del capitalismo actual (al menos el por así decir “tradicional”: el estadounidense, el europeo, el japonés, el capitalismo pobre del Tercer Mundo; algo distinto quizá es el caso chino) se inclina cada vez más a controlar lo logrado, a prever y evitar posibles desestabilizaciones. En otros términos: es cada vez más sumamente conservador. De ahí que buena parte de su energía la dedica al mantenimiento del orden establecido, al control social. El neoliberalismo, que es una estrategia económica sin dudas, puede entenderse en ese sentido como una gran jugada política, que retrotrae las cosas a décadas atrás y sienta bases para varias generaciones: hoy día aterroriza tanto la posibilidad de ser desaparecido y torturado como la de perder el trabajo. La cultura light dominante es la expresión de esa re-ideologización: “no piense y sea feliz”. No otra cosa que control social es todo el inmenso aparataje superestructural que cada vez más viene perfilándose en el sistema: un sistema-mundo basado en forma creciente en la industria militar, en las tecnologías de avanzada ligadas a las comunicaciones -sutil forma de control; de hecho hoy día transitamos lo que los estrategas de la primera potencia mundial llaman “guerra de cuarta generación” (Lind, 1989)-; control basado en el manejo planetario de las masas, en las industrias de la muerte (los principales rubros del quehacer humano actual están ligados a las mafias del ámbito financiero-especulativo (¿por qué no llamarlo usura?), a la producción y venta de armas así como de los narcóticos, al control social en su más amplio sentido. El capitalismo actual, si bien en su raíz continúa siendo el mismo que estudiaron los clásicos de la economía política en la Inglaterra del siglo XVIII o XIX (Adam Smith, David Ricardo, Thomas Maltus, John Stuart Mill), así como también Marx, es decir: un sistema basado exclusivamente en la obtención de lucro, ha ido sufriendo importantes mutaciones en su dinámica. El actual modelo tampoco es el que pudo estudiar Lenin a principios del siglo XX, cuando ya se perfilaba la importancia creciente del capital financiero, pero aún con potencias imperiales enfrentadas mortalmente entre sí. El capitalismo actual se basa crecientemente en la especulación (mundo de las finanzas como nunca antes en la historia), en el primado absoluto de capitales de orden global que ya han dejado atrás el Estado-nación moderno, en la destrucción como negocio (industria de la guerra, consumismo voraz que lleva a la incontenible catástrofe medioambiental, sistema que excluye cada vez más población en vez de integrarla), en la concentración de riquezas en forma inversamente proporcional al volumen de lo producido y del crecimiento poblacional. Si hoy alguien dijera que los grandes capitales pueden tener hipótesis de mediano plazo en donde se elimina buena parte de las grandes masas planetarias, donde el trabajo va siendo casi totalmente automatizado, y donde el planeta Tierra puede comenzar a ser prescindible (con vida en islas interplanetarias para grupos “escogidos”), ello no parecería de vuelo especulativo, pura ciencia-ficción. Por el contrario, los escenarios que se van dibujando en el sistema-mundo, más que pensar en un acercamiento de los beneficios del desarrollo científico-técnico para el grueso de la población mundial dejan ver un retroceso ético fenomenal: vale más la propiedad privada que la vida humana, vale más el lucro que cualquier valor “espiritual”. ¿Cómo, si no, entre los negocios más dinámicos de la actualidad podrían encontrarse las guerras y las drogas ilegales? El capitalismo chino, segunda economía a escala planetaria y siempre en ascenso, aún en plena crisis financiera de los grandes centros capitalistas históricos, de momento no muestra abiertamente estas características mafiosas. No abiertamente, valga aclarar, pero sí las tiene también. Hay diversos grupos mafiosos que desde las reformas de Deng Xiaoping, con el oxígeno capitalista gozan de buena salud, como: las triadas chinas (de gran importancia en los talleres de textil de las Zonas Económicas Especiales, donde hacen tratos con los capitalistas no chinos y tienden a meter su negocio mediante ellos en Europa, por ejemplo). Seríamos quizá algo ilusos si pensamos que ello se debe a una ética socialista que aún perduraría en el dominante Partido Comunista que sigue manejando los hilos políticos del país. En todo caso responde a momentos históricos: la revolución industrial inglesa de los siglos XVIII y XIX, China recién ahora la está pasando, al modo chino por supuesto, con sus peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia ante todo). Queda entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese proyecto. Pero lo que es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya envejecido se mueve cada vez más como un capo mafioso, como un “viejo mañoso”, pleno de ardides y tretas sucias. Las guerras y las drogas ilegales son hoy una savia vital, y los dineros que todo eso genera alimentan las respetables bolsas de comercio que marcan el rumbo de la economía mundial al tiempo que se esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En ese sentido, la enfermedad estructural define al capitalismo actual y no hay diferencias con el de siempre. Si el negocio de la muerte se ha entronizado de esa manera, si lo que duplica fortunas inconmensurables a velocidad de nanotecnología es la constante en los circuitos financieros internacionales, si en una simple operación bursátil se fabrican cantidades astronómicas de dinero que no tienen luego un sustento material real, si el capitalismo en su fase de hiper-desarrollo del siglo XXI se representa con paraísos fiscales donde lo único que cuenta son números en una cuenta de banco sin correspondencia con una producción tangible, si destruir países para posteriormente reconstruirlos está pasando a ser uno de los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la vuelta de cada esquina son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo masivo mercadeado con los mismos criterios y tecnologías con que se ofrece cualquier otra mercadería legal, todo esto demuestra que como sistema el capitalismo no tiene salida. Pero el capitalismo no está en crisis terminal. Convive estructuralmente con crisis de superproducción, desde siempre, y hasta ahora ha podido sortearlas todas; así surgió el keynesianismo (hoy, quizá, con un keynesianismo latinoamericano, como los diversos proyectos de “capitalismo con rostro humano” de la región); o incluso ahí están las guerras como válvulas de escape, siempre listas para servir a la estabilidad del sistema. Estos nuevos negocios de la muerte son una buena salida para darle más aire fresco. Lo trágico, lo terriblemente patético es que el sistema cada vez más se independiza de la gente y cobra vida propia, terminando por premiar el que las cuentas cierren, sin importar para ello la vida de millones y millones de “prescindibles”, de “población sobrante”, población “no viable”. Ello es lo que autoriza, una vez más, a ver en el capitalismo el principal problema para la humanidad. Esto es definitorio: si un sistema puede llegar a eliminar gente porque “no son negocio”, porque consumen demasiados recursos naturales (comida y agua dulce, por ejemplo) y no así bienes industriales (es lo que sucede con toda la población del Sur), si es concebible que se haya inventado el virus de inmunodeficiencia humana VIH -tal como se ha denunciado insistentemente- como un modo de “limpiar” el continente africano para dejar el campo expedito a las grandes compañías que necesitan los recursos naturales allí existentes (minerales estratégicos, petróleo, biodiversidad, agua dulce), si un sistema puede necesitar siempre una cantidad de guerras y de consumidores cautivos de tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la lucha contra ese sistema mismo, por injusto, por atroz y sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese sistema es el gran problema de la humanidad, pues no permite solucionar cuestiones básicas que hoy día sí son posibles de solucionar con la tecnología que disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación básica. Quizá podría pensarse que el sistema actual se volvió “loco”…, pero es ése el sistema con el que tenemos que vérnosla. Y en realidad, sopesadamente vistas las cosas, no hay ninguna “locura” en juego. Hay, eso sí, límites infranqueables. El sistema se retroalimenta a sí mismo de su mismo combustible: lo que lo pone en marcha y alienta es el afán de lucro, y eso puede terminar siendo su tumba; pero no puede cambiar. Si se modifica, deja de ser capitalista. Un capitalismo de rostro humano, atemperado en su voracidad y en su frenética busca de ganancia a toda costa, es posible limitadamente, sólo en algunas islas perdidas, suponiendo siempre la explotación inmisericorde de los más. El sistema, en tanto sistema-mundo de alcance planetario y absolutamente interconectado, no admite cambios reales sino sólo parches cosméticos (la socialdemocracia, por ejemplo). Por eso, en tanto sistema -estando más allá de voluntades subjetivas- no puede detenerse, y como máquina desbocada sigue tragando seres humanos y destrozando la naturaleza para optimizar su tasa de ganancia, aunque eso elimine en forma creciente seres humanos y se enfrente en forma autodestructiva a la casa común de todos, el mismo planeta. Por eso mismo, también, se hace imprescindible conocerlo en su más mínimo detalle, analizarlo, desmenuzarlo. Eso es lo que pretenden los materiales que conforman el presente texto: un análisis profundo de las actuales características del sistema como un todo. Los textos aquí presentados no son -ni lo pretenden, en modo alguno- análisis económicos en sentido estricto; por supuesto, presuponen una lectura del fenómeno económico como trasfondo (léase: lucha de clases como motor de la historia, ley del valor, plusvalía), pero pretenden ser, ante todo, análisis políticos. En otros términos: ¿cómo se mueve el sistema capitalista actual? ¿Cuáles son sus notas distintivas? ¿Se alteró algo de lo denunciado en El Capital decimonónico? ¿Cómo y en qué sentido cambió? ¿Por qué el actual capitalismo se apoya en el parasitismo de los monumentales capitales financieros globales que se desplazan por toda la faz de la Tierra con velocidad vertiginosa? ¿Por qué la producción y tráfico de drogas ilegales, por ejemplo, ocupa un lugar de tanta preeminencia actualmente? El “imperio”, como categoría aislada (Hardt, Negri, 2001), no termina de explicar, y mucho menos de otorgar herramientas válidas, para plantear vías reales de acción en pos de la transformación. ¿Hay imperios o hay capitales globales? ¿Es posible hoy una nueva guerra de proporciones mundiales, quizá con armamento nuclear? ¿Está el mundo globalizado por los capitales supranacionales, o sigue habiendo rivalidades inter-imperialistas? ¿Cómo pararse ante los escenarios de nuevas guerras planetarias desde el campo popular? Todo esto, retomando las primeras experiencias socialistas del siglo XX, e incluso el llamado “socialismo del Siglo XXI” -concepto muy discutible, por cierto- nos debe llevar a plantear críticamente la posibilidad (o imposibilidad) de socialismo en un solo país. En definitiva, preguntas todas que nos apuntan a la cuestión de fondo: ante estas nuevas caras de la explotación, ¿cómo proponer alternativas? Ante el dominio fenomenal de los capitales globales, las bombas inteligentes, los mecanismos de detección satelital y las neurociencias al servicio de los poderes, ¿cómo es posible seguir pensando en la utopía de un mundo de mayor justicia? En ese caso, entonces: -pregunta fundamental de lo que pretende ser nuestro aporte- ¿qué hacer? Hace ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la lucha revolucionaria; de esa manera, parafraseando el título de la novela del ruso Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 110 años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer? Es decir: qué hacer para cambiar el actual estado de cosas. Si vemos el mundo desde el 20% de los que comen todos los días, tienen seguridad social y una cierta perspectiva de futuro, las cosas no van tan mal. Si lo miramos desde el otro lado, no el de los “ganadores”, la situación es patética. Un mundo en el que se produce aproximadamente un 40% de comida más de la necesaria para alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al hambre como una de sus principales causas de muerte; mundo en el que el negocio más redituable es la fabricación y venta de armamentos y donde un perrito hogareño de cualquier casa de ese 20% de la humanidad que mencionábamos come más carne roja al año que un habitante de los países del Sur. Mundo en el que es más importante seguir acumulando ese fetiche llamado dinero, aunque el planeta se torne inhabitable por la contaminación ambiental que esa misma acumulación conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún lugar a dudas debe ser cambiado, transformado, porque así, no va más. Entonces, una vez más surge la pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo? ¿Por dónde comenzar? Las propuestas que empezaron a tomar forma desde mediados del siglo XIX con las primeras reacciones al sistema capitalista dieron como resultado, ya en el siglo XX, algunas interesantes experiencias socialistas. Si las miramos históricamente, fueron experiencias balbuceantes, primeros pasos. No podemos decir que fracasaron; fueron primeros pasos, no más que eso. Nadie dijo que la historia del socialismo quedó sepultada, más allá del aire triunfalista con que la derecha actual, post Guerra Fría, presenta las cosas. Quizá habría que considerarlas como la Liga Hanseática, allá por los siglos XII y XIII en el norte de Europa, en relación al capitalismo: primeras semillas que germinarían siglos después. Los procesos históricos son insufriblemente lentos. Alguna vez, en plena revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre el significado de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario contestó que… aún era muy prematuro para opinar. Fuera de la posible humorada, que seguramente sólo un chino con 5.000 años de historia a sus espaldas puede hacer, hay ahí una verdad incontrastable: los procesos sociales van lento, exasperantemente lentos. De la Liga Hanseática al capitalismo globalizado del presente pasaron varias, muchas centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se puede decir que el capitalismo ha ganado en todo el mundo, dando la sensación de no tener rival. Para eso fue necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas. Las primeras experiencias socialistas -la rusa, la china, la cubana- son apenas pequeños movimientos en la historia. No ha pasado aún un siglo de la Revolución Bolchevique, pero la semilla plantada no ha muerto. Y si hoy nos podemos seguir planteando ¿qué hacer? ante el capitalismo, ello significa que la historia continúa aún. El mundo, como decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va bien sino que resulta agobiante. Pero el sistema global tiene demasiado poder, demasiada experiencia, demasiada riqueza acumulada, y hacerle mella es muy difícil. La prueba está con lo que acaba de suceder estas últimas décadas: caída la experiencia de socialismo soviético y revertida la revolución china con su tránsito al capitalismo (o “socialismo de mercado” al menos), los referentes para una transformación de las sociedades faltan, se han esfumado. Movimientos armados que levantaban banderas de lucha y cambios drásticos algunos años atrás ahora se han amansado, y la participación en comicios “democráticos” pareciera todo a cuanto se puede aspirar. Lo “políticamente correcto” vino a invadir el espacio cultural y la idea de lucha de clases fue reemplazándose por nuevos idearios “no violentos”: de Marx (el fundador del socialismo científico) pasamos a Marc’s (métodos alternativos de resolución de conflictos). La idea de transformación radical, de revolución político-social, no pareciera estar entre los conceptos actuales. Pero las condiciones reales de vida no mejoran para las grandes mayorías. Aunque cada vez hay más ingenios tecnológicos pululando por el mundo que supuestamente deberían hacer la vida más agradable, las relaciones sociales se tornan más dificultosas, más agresivas. Las guerras, contrariamente a lo que podía parecer cuando terminó la Guerra Fría -quizá una esperanza ingenua-, siguen siendo el pan nuestro de cada día desde la lógica de los grandes poderes que manejan el mundo. La miseria, en vez de disminuir, crece. Una vez más entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de la brutal paliza recibida por el campo popular con la caída del muro de Berlín, símbolo de una caída mucho más grande, y el retroceso sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de conquistas históricas, desaparición de los sindicatos como arma reivindicativa, condiciones cada vez más leoninas, sobre-explotación disfrazada de cuentapropismo) las grandes mayorías, en vez de reaccionar, siguen anestesiadas. Una vez más también: el sistema capitalista es sabio, muy poderoso, dispone de infinitos recursos. Varios siglos de acumulación no se revierten tan fácilmente. Las ideas de transformación que surgen a partir del pensamiento labrado por Marx, puntal infaltable en el pensamiento revolucionario, hoy día parecieran “fuera de moda”. Por supuesto que no lo son, pero la ideología dominante así lo presenta. Hoy, producto de ese sofisticado trabajo superestructural del sistema, es más fácil movilizar a grandes masas por un telepredicador o por un partido de fútbol que por reivindicaciones sociales. ¡Pero no todo está perdido! Los mil y un elementos que el sistema tiene para mantener el statu quo no son infalibles. Continuamente surgen reacciones, protestas, movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar es una línea conductora, un referente que pueda aglutinar toda esa disconformidad y concentrarla en una fuerza que efectivamente impacte certeramente en el sistema. ¿Por dónde golpear a ese gran monstruo que es el capitalismo? ¿Cómo lograr desbalancearlo, ponerlo en jaque, ya no digamos colapsarlo? Los caminos de la transformación se ven cerrados. Quizá el presente es un período de búsqueda, de revisiones, de acumulación de fuerzas. Hoy por hoy no se ve nada que ponga realmente en peligro la globalidad del sistema-mundo capitalista. Las luchas siguen, sin dudas, y el planeta está atravesado de cabo a rabo por diversas expresiones de protesta social. Lo que no se percibe es la posibilidad real de un colapso del capitalismo a partir de fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El proletariado industrial urbano, que se creyó el germen transformador por excelencia -de acuerdo a la apreciación absolutamente lógica de mediados del siglo XIX- hoy está en retirada. Los nuevos sujetos contestatarios -movimientos sociales varios, campesinos, luchas étnicas, reivindicaciones puntuales por aquí y por allá- no terminan de hacer mella en el sistema. Y las guerrillas de corte socialista parecen destinadas hoy a ser piezas de museo, salvo excepciones puntuales, como el movimiento naxalita en la India. Ver: Parte 2

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